Entras a una iglesia católica. Está en silencio. Muy en silencio. Las luces están tenues, salvo por un pequeño punto rojo que brilla sobre una puerta lateral. Con el paso del tiempo, algunas personas entran y salen. Tal vez tú también. Sea como sea, es difícil no notar la luz… y la fila.
Muchos conocemos lo que sucede en ese espacio reducido —el confesionario— cuando pecador tras pecador se presenta ante el Sagrado Corazón de Jesús, que arde de amor misericordioso por ellos, y pide el perdón de sus pecados a Dios a través del sacerdote que está al otro lado de la rejilla.
Desde nuestro lado del confesionario, el proceso parece sencillo:
- “Bendígame, padre, porque he pecado. Han pasado _____ (días/semanas/meses/años) desde mi última confesión”.
- [Insertar los pecados aquí]
- Escuchar el consejo
- Recibir la penitencia
- Rezar el acto de contrición
- Recibir la absolución (el perdón) a través del sacerdote
- Dar las gracias y despedirse
Si eres como yo, probablemente has vivido este proceso muchas veces mientras buscas el perdón continuo y el crecimiento espiritual.
Muchos estamos bastante familiarizados con la confesión desde nuestro punto de vista. Pero ¿qué sucede del otro lado de la rejilla?
El sacramento está, literalmente, envuelto en misterio —la palabra “sacramento” proviene del griego mysterion, de donde también se deriva “misterio”— y solo unas pocas almas tienen el privilegio de cruzar ese velo y ocupar un asiento de primera fila para contemplar la misericordia de Dios.
Para cada uno de los ocho sacerdotes del norte de Colorado con quienes hablé para este artículo, la experiencia de escuchar confesiones es un privilegio profundamente conmovedor —uno para el que se preparan durante años en el seminario, y al que se disponen cada día con oración constante.
“Trato de entrar a cada confesión en un espíritu de oración. Dedico un momento antes de comenzar, pidiendo al Señor que todos los que vengan experimenten su misericordia y su amor a través de mí”, compartió el padre Joe Toledo, párroco de la parroquia Saint Elizabeth Ann Seton en Fort Collins. “También lo hago a través de mi rutina de oración matutina, que empiezo a las 4:30 a. m., antes de la Misa. Uso ese tiempo para presentar al Señor todas las situaciones del día, incluso aquellas para las que luego no tendré tiempo de rezar”.
“Cada mañana, al ofrecerle mi día a Dios, rezo —especialmente si sé que voy a confesar— por aquellos que acudirán al sacramento ese día. Y con frecuencia pido que el Señor despierte y conduzca almas al confesionario, aquí o donde sea que necesiten ir”, añadió el padre Sam Morehead, rector de la Catedral Basílica de la Inmaculada Concepción en Denver.
Horas antes de escuchar una sola confesión, el sacerdote ya rezó por las almas que el Señor atraerá a su Sagrado Corazón, para que reciban su misericordia, su compasión y su amor. Esta “preparación remota”, como se le llama, ayuda a estos ministros de Dios a disponerse interiormente para ese momento tan vulnerable en el que reciben el dolor, las fallas y los pecados de alguien —incluso si las exigencias del día no les permiten hacer una preparación más inmediata antes de entrar al confesionario.
“Confieso que, justo antes de comenzar, la preparación inmediata es simplemente una oración breve al Espíritu Santo: ‘Ven, Espíritu Santo. Úsame como quieras’”, explicó el padre Matt Magee, párroco de la parroquia Saint Stephen en Glenwood Springs.
“Las oraciones de preparación sirven para dejar claro que las confesiones deben permanecer en el corazón de Dios y no en el nuestro”, añadió el padre Peter Mussett, párroco de la parroquia Notre Dame en Denver.
“Al ponerme la estola que uso para confesar, ese momento ya es una preparación en sí mismo”, comentó el padre Sam. “Colocarme la estola me recuerda que simplemente estoy ocupando el lugar de Cristo y extendiendo su misericordia y su perdón”.
Los años de formación en el seminario y las horas de preparación diaria cobran sentido cuando se considera la magnitud de lo que ocurre dentro de ese pequeño espacio. Ahí se revelan el pecado, la oscuridad y el dolor… y se derraman el perdón, la luz y la sanación. En ese sentido, cada confesión es un pequeño milagro: la gracia fluye del Corazón traspasado de Jesús.
“Hay algo hermoso en alguien que vacía su corazón y anhela que el Señor lo toque justo ahí, en ese rincón que le duele. Es hermoso ser parte de eso”, explicó el padre Scott Bailey, párroco de la parroquia Risen Christ en Denver.
“Cuando estás sentado en el confesionario, hay muchos momentos en los que la gloria del Señor se manifiesta por completo y te deja asombrado… y luego entra la siguiente persona”, añadió el padre Peter con una sonrisa.
“Hay una especie de emoción al pasar de un penitente al siguiente, y ver cómo Dios actúa una y otra vez en cada corazón”, compartió el padre Paul Nguyen, OMV, párroco de la parroquia Holy Ghost en Denver, al describir la expectativa que siente antes de comenzar a confesar.

Mientras se sientan del otro lado de la rejilla, los sacerdotes saben que están simplemente “calentando el asiento” para Jesús, por así decirlo; están sentados en su lugar, actuando en su persona.
En cada uno de los sacramentos, el sacerdote actúa en nombre y en persona de Cristo. A través de la ordenación, representa al Señor del universo en los momentos más importantes de nuestra vida espiritual: al bautizar, al consagrar la Eucaristía, al ungir a los enfermos y al perdonar los pecados.
“Es una locura, la verdad”, dijo el padre Paul sobre la experiencia de actuar in persona Christi (en la persona de Cristo) en sacramentos como la confesión. “Siempre es un momento elevado, sublime”.
“Es un lugar privilegiado. Y también, profundamente humilde”, añadió el padre Matt.
Pero no se trata de una especie de posesión —no es que Jesús tome control del sacerdote por completo. El sacerdote sigue presente, consciente, participando. Ocupa un asiento de primera fila para ver la misericordia en acción. Es a través de sus manos y palabras que Cristo se hace presente de manera tangible.
“Cuando celebro la Misa, actúo in persona Christi, pero también adoro al Cuerpo de Cristo que está delante de mí. Actúo en su persona, pero al mismo tiempo él está presente frente a mí. No somos lo mismo, pero a la vez sí lo somos”, explicó el padre Jonathon Hank, OMV, vicario parroquial en Holy Ghost. “Y algo así sucede en la confesión. Especialmente cuando digo las palabras de la absolución: ‘Yo te absuelvo de tus pecados…’, me doy cuenta de que mis palabras llevan autoridad divina. Es algo realmente impresionante y humilde a la vez. Pero también estoy adorando la misericordia de Dios que está descendiendo… sí, a través de mí, pero no soy yo. Esa misericordia los toca de formas que yo no controlo ni comprendo. Estoy presente, sí, pero hay algo que me sobrepasa, que solo puedo alabar, adorar y amar”.
La experiencia “sublime y elevada” de sentarse en el lugar de Cristo, escuchar confesiones y ver la misericordia cobrar vida es, verdaderamente, un privilegio —hermoso y humilde a la vez.
“Creo que lo más impactante para mí es darme cuenta de que Dios está actuando a través de mí”, añadió el padre Joe.
“No podría hacer esto por mí mismo. Es demasiado para mi humanidad, como persona”, explicó el padre Matt. “Y sin embargo, ser mediador de la gracia de Dios, del amor de Cristo y de su misericordia… lo describiría como un lugar muy privilegiado. En cierto momento, las personas no vienen a mí como el padre Matt, como individuo. Vienen para encontrarse con Jesús. Así que es un lugar privilegiado al que el Señor me invita para participar en su ministerio”.
En ese lugar privilegiado, los sacerdotes reciben lo peor de la humanidad: nuestro pecado, nuestra fragilidad, nuestras fallas. Y sin embargo, a pesar de la oscuridad metafórica del contenido —y la oscuridad literal del confesionario— los sacerdotes con los que hablé no pueden evitar quedar deslumbrados por la luz sanadora del Señor.
“Muchos llegan al confesionario con la duda: ‘¿Podré ser perdonado?’”, compartió el padre Sam en entrevista con El Pueblo Católico. “Y mi respuesta es siempre un claro: ‘¡Sí!’, con la seguridad de que el Señor está actuando y que hoy mismo les va a perdonar. Yo pronuncio la absolución, pero en el fondo, es obra de Dios”.
Más allá del confesionario tradicional, pocos lugares reflejan esta dinámica con tanta intensidad como el ministerio sacerdotal en cárceles y prisiones.
“Las confesiones en prisión son muy diferentes. Se trata, muchas veces, de iluminar la conciencia”, compartió un sacerdote dedicado a este apostolado, que pidió permanecer en el anonimato por la sensibilidad de su labor. “Cuando uno se encuentra con personas que practican su fe —aunque solo vayan a confesarse una vez al año— suelen tener una conciencia más formada. Pero muchos en la cárcel están haciendo su primera o segunda confesión en la vida”.
Con poco tiempo para cada penitente, este sacerdote —y tantos otros con largas filas de confesión— hacen su mayor esfuerzo por educar, catequizar y formar conciencias, al tiempo que imparten misericordia, aliento y desafío. Y Dios se vale de ese breve momento para regresar a sus hijos —incluso los encarcelados— al redil.
“Es hermoso ver cómo Dios utiliza su misericordia de forma creativa, trayendo a las personas de regreso a la vida espiritual, a una relación más profunda, a una experiencia real de su presencia”, añadió este sacerdote. “Lo más bello de todo es poder ofrecerles la posibilidad de volver a la fe con una sola confesión”.

Pero, ¿qué pasa después de una experiencia tan alta de misericordia? ¿Después de escuchar lo más doloroso del corazón humano —sea en la cárcel o en la parroquia— y ver a Dios sanar y liberar? ¿Qué vive el sacerdote al terminar?
“Más que la preparación previa, diría que es importante tener un momento de oración después de las confesiones. No tiene que ser largo, pero sí es necesario ponerlo todo en manos de la misericordia de Dios, porque seguramente no lo hice todo perfecto según su voluntad”, explicó el padre Scott sobre su experiencia al terminar de confesar. A veces se pregunta si pudo haber dicho algo mejor, o haber sido un poco más compasivo o claro en su consejo. Por eso reza, confiando en que el Señor “complete lo que haya faltado en mi parte”.
“Confío en que él está actuando conmigo, pero también confío en que es mucho más grande que yo y que va a suplir lo que falte”, añadió.
Aunque es hermoso y gozoso ver la misericordia en acción, enfrentarse directamente con el pecado —y con las heridas que causa en los hijos de Dios— puede ser muy duro para los sacerdotes también. Pero en eso, siguen actuando en la persona de Jesús: sus corazones también son traspasados, como el suyo, y cargan espiritualmente con las cruces de los penitentes, incluso desde el otro lado de la rejilla.
“Me ha tocado sentirlo un par de veces, ese impulso de asumir el peso de los pecados de alguien más, de un penitente”, compartió el padre Paul. “Y en mi caso, suele ser al final, cuando la persona ya ha salido del confesionario. Es ahí cuando siento el peso, lo que esa persona dejó atrás. Y sí, me ha pasado un par de veces entre miles. Pero eso también es parte de actuar in persona Christi: sentir la cruz”.
“Siento que lo que más me afecta no es tanto el pecado en sí, sino el sufrimiento moral. Es ver lo que el pecado le ha hecho a la persona frente a mí”, comentó el sacerdote involucrado en el ministerio en cárceles. Explicó que él lleva esas almas recién reconciliadas a la oración, intercediendo por ellas en la Liturgia de las Horas, en la Misa y en otras ofrendas en reparación por el pecado.
“No siempre es así, pero hay días en los que salgo diciendo: ‘Necesito un momento para recuperarme’, porque veo cuánto sufrimiento y cuánta influencia ha tenido el maligno en la vida de las personas. No lo digo como juicio, ni como escándalo. No es: ‘¡No puedo creerlo!’ o ‘¡Qué horror!’ Para nada. Es simplemente parte del encargo que tengo en este ministerio. Es un peso que me toca llevar. Y uno aprende a hacerlo”.
Es importante aclarar que ese peso no se lleva desde el juicio ni la condena. De hecho, cada sacerdote con el que hablé fue enfático en afirmar que no juzgan a los penitentes. Punto.
“No hay pecado que pueda escandalizar a un sacerdote, porque creo que todos lo vivimos con ese espíritu de reconocer que somos pecadores igual que tú”, dijo el padre Joe. “Nosotros también acudimos a la misericordia de Dios, igual que tú, y Dios siempre ha sido misericordioso”.
“Yo sé que también soy un pecador necesitado de la misericordia de Dios, y no tengo derecho a juzgar a nadie por algo en lo que fácilmente podría caer también”, añadió el padre Jonathon. “Y aunque sea algo que yo no haya vivido, yo tengo mis propios pecados, y no te juzgo por los tuyos”.
“Para mí es un lugar de humildad cuando alguien viene, incluso sabiendo que el padre va a reconocerlo, y aun así se atreve a acercarse como pecador, confiando en que no lo voy a juzgar”, compartió el padre Matt. “Creo que eso requiere tiempo. Requiere una gran humildad, porque, cuando alguien se acerca al sacramento de la confesión, debe ser un encuentro con Jesús. Es natural sentir miedo a nivel humano, pero la confesión es un encuentro con lo divino”.

El sacerdote entra en ese espacio entre Dios y la naturaleza humana herida por el pecado. Y allí, tiene el privilegio de llevar la misericordia del Señor y de presenciar victoria tras victoria en la vida de los hijos de Dios.
“A menudo me detengo a dar gracias a Dios por la humanidad. Porque sí, anhela lo bueno, aunque también sea muy propensa a caer. Pero nunca pierdo la esperanza en la naturaleza humana, porque cada vez que alguien está ahí, ya se ha ganado una victoria. Ya tuvo el valor. Ya busca la libertad. La gracia de Dios lo precedió, y ahora está aquí. Para mí, en cada uno de esos momentos, eso ya es una victoria ganada, y solo queda recibirlo con misericordia, ternura, amor y con la certeza de que el Señor puede perdonar”, dijo el padre Sam.
“Siempre tengo una sensación de esperanza cada vez que se confiesan estos pecados… porque se están confesando”, añadió más tarde. “Sé muy bien que tenemos libre albedrío, y que a veces lo usamos mal —algunos, incluso gravemente y con frecuencia. Pero la bendición es que están confesando, siendo perdonados, arrepintiéndose y haciendo reparación. Están avanzando en conversión y sanación. Eso es lo que me toca presenciar. El pecado ocurre allá afuera. La misericordia, aquí adentro”.
Claro, el sacerdote también es un ser humano, igual que cualquiera de nosotros del otro lado de la rejilla. Y a veces, esa humanidad se hace dolorosamente presente: una palabra dura, un tono cortante, un consejo que no refleja a Cristo… palabras del hombre, no del Señor.
Para los sacerdotes con quienes hablé, esa debilidad les duele también. Ellos mismos buscan el perdón de Dios por sus fallas. Y esperan que quienes se han alejado del sacramento a causa de una mala experiencia puedan, movidos por el Espíritu, intentar de nuevo con otro sacerdote en quien confíen.
“Me duele mucho ver que algunas personas se alejan del confesionario —o incluso de su vida activa de fe en la Iglesia— por errores humanos”, compartió el sacerdote que ejerce su ministerio en cárceles.
“Solo espero que la gente se anime a intentarlo otra vez y reconozca que, si tuvo una mala experiencia en confesión, o con un sacerdote, o incluso con otro católico que lo alejó… fue una persona. Esa persona no representó a la Iglesia ni a Cristo en ese momento”, añadió el padre Scott.
Así como Jesús conoce bien el pecado del penitente y la debilidad humana, también conoce las limitaciones de sus ministros. Después de todo, Pedro lo negó tres veces y Pablo persiguió a la Iglesia. Y, sin embargo, por medio de sus manos y palabras, Cristo decidió hacerse presente con poder en los sacramentos.
“En toda la escritura y en toda la teología sacramental, los sacramentos son el modo en que Dios utiliza realidades materiales —como el agua, el aceite, el pan, el vino, la carne y los huesos, las manos del sacerdote— para transmitir su gracia y su amor”, explicó el padre Matt. “Y eso, en cierto sentido, debería impresionarnos. ¿Quién soy yo? No soy digno. ¿Quién es esa persona? No quiero que me escuche. Y sin embargo, Dios elige algo tan ordinario y simple como eso para comunicar su gracia”.
Y así llegamos a la pregunta de siempre: ¿Los sacerdotes recuerdan lo que uno dice en confesión?
Escuchan miles y miles de pecados todos los días. Pero ¿realmente lo olvidan todo al salir del confesionario, como muchos hemos oído decir?
Según los sacerdotes con los que hablé, la verdad no es absoluta. Algunos afirman que sí, que genuinamente lo olvidan todo, atribuyéndolo a la gracia… o a la monotonía del pecado. Pero otros sí recuerdan. Y lejos de ser motivo de temor, eso puede hacer el sacramento aún más hermoso.
Porque, ¿y si recordar nuestros pecados, a la luz de la misericordia y compasión de Dios, fuera en realidad una oportunidad de gracia tanto para el sacerdote como para el penitente?
“No me desanima el pecado humano. Cristo ya lo conocía. Él conoce lo roto del corazón”, dijo el padre Sam, quien se describe como alguien de memoria aguda. “Jesús nunca se ha escandalizado de nadie, y quienes actúan en su nombre y visten sus vestiduras tienen que unirse a él en esa misión”.
“Si los recuerdos me vienen, lo que llena mi mente y mi corazón es compasión. Cuando vuelvo a ver a esa persona, comprendo su debilidad, pero también veo su bondad”, continuó. “A menudo les digo: ‘Vas a tener que creerme: después de esta confesión voy a pensar mejor de ti, no peor’. Parece imposible humanamente hablando, así que tal vez sea posible sobrenaturalmente, pero es verdad”.
“Para mí, ha sido bastante natural dejar todo en el confesionario. Puede que recuerde el pecado de una persona, pero sinceramente no me importa. Sé que ya ha comenzado de nuevo. Sé que está arrepentida”, añadió el padre Scott. “Así que no la veo de forma diferente a mí mismo, cada vez que he tenido que volver a empezar. No cambia mi forma de verla después”.

Si por alguna razón el sacerdote recuerda lo que escuchó, ese recuerdo solo “queda iluminado por Jesús”, explicó el padre Sam. Esa memoria —ya sea ocasional o frecuente— se convierte en un motor de compasión, de respeto profundo y de intercesión, añadió el padre Paul.
“Si recuerdo algo que alguien lucha por superar y lo veo fuera del confesionario, sé que ha sido salvado de eso. Y puedo rezar por él de una manera que nadie más podría, por lo que sé en secreto. Todo es positivo. Uno de los momentos más profundos que vivo es en la fila de comunión, cuando veo a personas cuya confesión escuché la semana pasada, y ahora les doy la comunión, el Cuerpo de Cristo, que sé cuánto necesitan. Si lo recuerdo, es una gracia”.
En la persona de Jesús, el sacerdote que tal vez recuerde tu pecado —que conoce incluso los rincones más oscuros de tu alma— refleja el Corazón Sagrado del Señor: elige amarte de todos modos, sabiendo que ya has sido redimido, reconciliado y liberado.
Para quienes aún sienten nervios al pensar que el sacerdote podría recordar lo que dijeron, es importante recordar el sigilo de confesión: la estricta prohibición canónica de compartir o actuar en base a cualquier cosa escuchada en confesión. Un sacerdote que viola ese sigilo incurre en excomunión, una de las penas más graves de la Iglesia.
“Un sacerdote no puede tratar de forma distinta a una persona fuera del confesionario. Eso violaría el sigilo”, explicó el padre Scott. “No solo no puedo hablar sobre lo que me dijiste, tampoco puedo actuar en base a esa información. Así que nos esforzamos mucho en no tratar a nadie de forma diferente”.
Al final, ya sea que el sacerdote recuerde o no, ya sea que haya escuchado la confesión con total perfección o en medio de su fragilidad, él está ahí “para ser instrumento del Señor”, como dijo el padre Sam.
“Todo se trata de él, de su obra, de su encuentro con su pueblo. Cuando se reciben los pecados, se impone la penitencia y se otorga la absolución, todo es obra de Jesús, y ya no me pertenece. No me llevo nada del confesionario. Eso le pertenece a él y se queda ahí”, explicó. “Por eso, trato de rezar antes y después: ‘Estos son tus hijos, Señor. Yo los amo en tu nombre’”.
Desde el otro lado de la rejilla, nuestros sacerdotes nos aman, nos consuelan y nos desafían. Lloran con nosotros por nuestros pecados y celebran con nosotros las victorias y sanaciones que Cristo realiza.
“Desde los de secundaria hasta universitarios, incluso mis fieles de 90 años, no hay edad en la que no haya confesiones poderosas, donde algo más profundo, más hondo, algo no descubierto en el alma, comienza a sanar”, comentó el padre Peter.
“La misericordia de Dios es constante, siempre presente. Su misericordia es eterna”, añadió el padre Matt, animando a los fieles a profundizar su devoción a la misericordia del Señor, que “es eterna”, como proclama el hermoso Salmo 136, rezado con frecuencia en el tiempo pascual. “No importa si vas a confesarte una vez al mes o si tienes más de diez años sin hacerlo. Nada cambia el hecho de que Dios es misericordioso y desea que volvamos a él”.
Antes de correr al confesionario, los sacerdotes entrevistados ofrecieron algunos consejos prácticos para prepararse:
- Haz un buen examen de conciencia, en oración. Pide la ayuda del Espíritu Santo en lugar de limitarte a un ejercicio mental.
- Sé específico, pero no entres en detalles innecesarios. Nombra tus pecados con honestidad, sin justificaciones ni historias. Hace falta humildad para reconocer lo que hiciste y someterlo a la misericordia de Dios. Y si el padre necesita contexto, él te lo pedirá.
- Confiesa solo tus propios pecados, no los de otros. Dios no puede sanar lo que otro no ha confesado.
- Deja a un lado tus expectativas o agendas. Pide al Espíritu que actúe como él quiera.
- Acude a confesarte cuando haya pecado grave, y considera hacer de la confesión regular una práctica espiritual. Un director espiritual puede ayudarte a discernir la frecuencia: mensual, quincenal, etc.
Y al prepararte con oración para venir a este lado de la rejilla y buscar la misericordia y el perdón del Señor, recuerda que el sacerdote del otro lado —que está sentado en el lugar de Jesús— se alegra de recibirte en su nombre, aunque lo haga imperfectamente.
“Cuando descubrimos que podemos ser amados justamente en el lugar más doloroso de nuestra vida, entonces descubrimos que realmente somos amados”, dijo el padre Peter. “Porque es el lugar donde ya no hay máscaras”.
“Sé que la gracia de Dios es transformadora. He visto un crecimiento real”, añadió el padre Scott. “Sé que Dios está ahí”.
En resumen, el sacerdote, junto con Jesús mismo, anhela reconciliarte con el Padre, con la comunidad y contigo mismo.
“Jesús te espera. Jesús te anhela. Jesús te busca. Él es el Buen Pastor. Es el que va tras la oveja perdida”, concluyó el padre Matt.