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jueves, abril 25, 2024
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Aprender a dar gracias por el sufrimiento

Por Mary Beth Bonacci

He estado revisando las cosas que eran de mi papá. Vivió conmigo durante sus últimos dos años de vida, por lo que su presencia aún permanece literalmente en todos los rincones de mi casa. Perderlo ha sido una experiencia difícil, pero a la vez purificadora y transformadora.

Una de las mejores partes de este proceso ha sido descubrir sus notas. Desde que tengo uso de razón, mi papá tenía la costumbre de escribir sus pensamientos, en su mayoría observaciones espirituales, en cualquier trozo de papel que pudiera encontrar y los dejaba por toda la casa. Honestamente, a veces me molestaba, ya que los «papelitos” se acumulaban por todas partes.

Ahora me doy cuenta del tesoro que tengo.

Justo alrededor del Viernes Santo, me topé con uno que decía: «Gracias a Dios sobre todo por las dificultades, pruebas y tribulaciones, por las noches de insomnio». Luego añadía: “Todavía no estoy muerto. Me podría tragar estas palabras”.

Él jamás se tragó esas palabras. Sufrió con más valentía de lo que jamás he visto sufrir a nadie. Mis hermanos y yo hemos hablado en varios momentos sobre cómo queremos sufrir como lo hizo papá: estar alegres en la dificultad, evitar quejarnos, aceptar lo que venga con serenidad. Y todos nos hemos dado cuenta de que es mucho más difícil de lo que él hizo que pareciera.

Me llamó la atención su consejo de dar gracias a Dios por nuestros sufrimientos. En un buen día puedo reunir suficiente santidad para de mala gana «ofrecer» una oración a Dios. Pero ¿para agradecerle? ¿Regocijarme? ¿Ser agradecido por cualquier mal al que me esté enfrentando?

Sé que he estado hablando mucho sobre el sufrimiento últimamente, tal vez porque el recuerdo del sufrimiento de mi papá aún es reciente. Pero quería aprovechar la oportunidad esta semana para hablar un poco sobre este aspecto: la idea de que estamos llamados no solo a soportar pasivamente el sufrimiento, sino a abrazarlo con alegría.

Advertencia: no soy buena en esto. Soy terrible. Cuando el sufrimiento llega a mi vida, lo único que pienso es “¿Cómo me deshago de esto? ¿Qué distracción, qué médico, qué dispositivo apagará esta miseria?”. Por supuesto, no tiene absolutamente nada de malo buscar alivio del sufrimiento. Tenemos que hacerlo en la medida en que sea práctico. Pero ¿con qué facilidad convertimos eso en la misma fuente del sufrimiento? Mi desesperación, mi obsesión por el alivio puede dominar fácilmente mi cerebro y apoderarse por completo de mis pensamientos, reemplazando mi voluntad de entregárselo a Dios y confiar en él. Mi oración, en lugar de rendirme a su voluntad, se convierte en una sesión de negociación en la que le suplico que aparte de mi “este cáliz”.

En otras palabras, trato de tomar el control. En lugar de confiar en la providencia del Padre que me ama, usurpo su papel. Digo: “Hágase tu voluntad… a menos que este dolor continúe. En ese caso, te soltaré y tomaré el control yo misma”.

Los santos, y aquellos como mi papá a quienes influyeron, lo vieron de manera muy diferente. Santa Teresita del Niño Jesús acogió el sufrimiento porque vio en él la mano de Dios. Cuando leí por primera vez sus escritos en el libro Historia de un alma, me sorprendió su abandono en abrazar el sufrimiento. Parecía que decía: “¡Tuberculosis! ¡Qué bien!”. No lograba relacionarme con eso.

Ángel de les Gavarres, en su libro Therese, the Little Child of God’s Mercy (Teresa, la Niña de la Misericordia de Dios), escribe: “La cuestión es que, para ella, el sufrimiento fue la herramienta que cavó el vacío destinado a recibir la misericordia de Dios”. En otras palabras, no se trataba de sufrir por sufrir. Dios utilizó el sufrimiento para acercarla a sí mismo, para derramar en ella su misericordia. Eso era lo que Teresa deseaba: una mayor intimidad con el Dios que amaba y todo lo que fluye de esa intimidad.

Pero ¿por qué tiene que ser el sufrimiento? Parece algo cruel. ¿No puede Dios usar otras formas para acercarnos a él? Ángel Gavarres continúa diciendo: “¿Cómo habrían podido desbordarse en ella las olas de infinita ternura si no hubieran encontrado una verdadera miseria, es decir, una urgente necesidad de ser salvada en cada momento?”. Esto realmente me llega. No sé ustedes, pero cuando todo va bien en mi vida, no estoy particularmente inclinada a acudir a Dios. No siento la necesidad de él. Por supuesto, lo necesito en cada segundo de mi existencia. Pero es fácil olvidar eso en los buenos tiempos.

En el sufrimiento, no tanto. Cuando estoy sufriendo, realmente sufriendo, siento una “necesidad inevitable de ser rescatada en todo momento”. Recuerdo mi total confianza en Dios. Sí, y ese es un gran “sí” si me dirijo continuamente a él en mi sufrimiento en lugar de volverme dentro de mí misma, tratando de tomar el control, cediendo a la desesperación, recurriendo a todos los dispositivos y distracciones a los que generalmente recurro. Él utiliza mi sufrimiento para crear un espacio en mí, un espacio para que habiten su amor y misericordia.

Deseo ser más santa de lo que soy. Quiero ser santa como los santos. Pero cuando miramos a los santos, vemos que sufrieron. No creo que sea universalmente cierto que los santos sufrieron más que el resto de nosotros. Algunos ciertamente lo hicieron. Lo que sí es cierto es que todos sufrieron mejor. Vieron que todas las cosas, incluso sus sufrimientos, sirven para el bien de los que aman a Dios (cf. Rom 8,28). Se volvieron a Dios. Ellos confiaron en él, no necesariamente para que les quitara sus sufrimientos, sino para usar ese sufrimiento para su propio bien y para el bien del mundo.

¿Esto significa que simplemente deberíamos darnos por vencidos ante cualquier sufrimiento que nos suceda sin buscar alivio? Por supuesto que no. Significa que debemos tomar a Jesús en el huerto de los Olivos como ejemplo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Hacemos lo que podemos para encontrar alivio; el resto lo encomendamos a Dios. Y, debido a que generalmente no somos buenos en esto sin la gracia de Dios, lo repetimos una y otra vez… incluso cuando no lo sentimos.

Creo que los santos, que eran buenos en esto, todavía nos rodean y están dispuestos a ayudarnos si se lo pedimos. Creo que mi papá Leo Bonacci, que también era bueno en eso, podría estar allá arriba dispuesto a hacer lo mismo.

Pídeles ayuda. Y mientras lo haces, te pido una oración por el descanso del alma de mi papá.

*El padre de Mary Beth, Leo G. Bonacci, falleció el pasado 21 de enero a dos meses de cumplir 100 años.

Este artículo fue traducido y adaptado del original en inglés por El Pueblo Católico.

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