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jueves, marzo 28, 2024
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Arzobispo de Denver: «La inclusión radical requiere un amor radical»

En el pasado he escrito sobre mis preocupaciones con respecto al Proceso Sinodal alemán, así como sobre las preocupaciones de otros obispos y cardenales y su opinión sobre el proceso. Ignoran esencialmente las palabras tantas veces repetidas por el papa Francisco, de que en el proceso sinodal debe haber una profunda escucha del Espíritu Santo, el Espíritu de verdad y caridad que nos mantiene firmemente unidos a Jesucristo. El papa Francisco ha dejado claro que el sínodo sobre la sinodalidad no trata de cambiar la doctrina de larga data de la Iglesia y no es un proceso democrático o parlamentario.

En un artículo reciente, mi hermano obispo, el cardenal Robert McElroy, expuso una visión de la Iglesia en el contexto de la sinodalidad en la que pedía una “inclusión radical”. Según Su Eminencia, la Iglesia “contiene estructuras y culturas de exclusión”. A continuación, habla de categorías de personas sistemáticamente excluidas de la vida de la Iglesia. Habla de la necesidad de una “inclusión radical” que invite a todos los bautizados a participar plenamente en la vida de la Iglesia, independientemente de su relación con la Iglesia y con Jesucristo.

Hay muchas cosas que podrían abordarse, pero me gustaría centrarme en poner a Jesucristo en primer lugar y en la alegría que fluye de la adhesión al evangelio. Permanecer unido a Jesucristo, la “vid”, es esencial, pues el Señor nos dice: “Separados de mí no pueden hacer nada” (Jn 15,5). Del mismo modo, la carta a los hebreos nos recuerda: “Desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús. El cual, por la dicha que le esperaba, soportó la cruz…” (Heb 12,1–2, [el énfasis es mío]).

La reflexión del cardenal McElroy describe a la Iglesia como una institución que hace daño por su incapacidad de acoger a todos en la plena participación en la vida de la Iglesia. Según Su Eminencia, la Iglesia discrimina categóricamente, pero ¿no puso el propio Jesús exigencias a sus discípulos que los distinguían de los que no respondían a la llamada radical y costosa del evangelio?

De hecho, en el encuentro con el joven rico (cf. Mc 10,17–22), Jesús exige al joven un discipulado radical, y deja que se niegue y se marche. Además, Jesús establece que el costo del discipulado consiste en negarse a sí mismo, e incluso a la familia, por el evangelio (cf. Lc 9,23–26); Mt 16,24–25; Lc 14,25–27). Y, del mismo modo que no fue recibido por todos, recordó a sus discípulos al enviarlos que, si la gente no recibía el mensaje del evangelio, simplemente “sacudieran el polvo de sus pies” (Mt 10,14), no deseándoles el mal sino entregándolos al Señor. Por último, muchos discípulos abandonaron a Jesús a causa de su enseñanza sobre el pan de vida, (cf. Jn 6,66) e incluso llega a preguntar a los apóstoles si quieren marcharse (cf. Jn 6,67). Jesús nunca suaviza su enseñanza, ni apela a la conciencia; da testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37). La llamada de Jesús es radical y se dirige a todos, pero no todos la reciben debido al costo del discipulado.

La presentación que hacen algunos obispos y cardenales lamentablemente no predica la radicalidad del evangelio y oscurece el verdadero amor eterno del Padre por el pecador. La fe en Jesucristo implica una conversión de vida que conduce a la paz interior y a la alegría eterna: una alegría y una paz que nadie puede arrebatar al discípulo. Debemos reflexionar en nuestros corazones si la verdadera razón por la que nuestras iglesias están vacías es que no hemos permanecido unidos a la vid. La disminución en la asistencia puede ser el cumplimiento de la promesa de Jesús de que, si no permanecemos unidos a él, nos marchitaremos (cf. Jn 15,1–6). Las comunidades cristianas que han ligado la inclusión con la exclusión del pecado solo dividen más, y sus bancos siguen vacíos.

Debo admitir que, si pensara como piensan algunos de mis hermanos, hace tiempo habría dejado la Iglesia y me habría unido a otra comunidad cristiana. Cuando era estudiante universitario me alejé de la Iglesia. La fe católica no me atraía, ya que mi experiencia era la de confesores que me gritaban o intentaban disuadirme de mis pecados. Las verdades de la fe, incluso las difíciles, no se presentaban con caridad.

No fue hasta que leí el libro de Dietrich Bonhoeffer a finales de la década del 60 sobre El costo del discipulado que comencé mi viaje de regreso a Cristo y finalmente a la Iglesia católica. Comencé a comprender lo que es la Eucaristía y lo que había dejado atrás. Quería el verdadero cuerpo y sangre de Jesucristo en la Eucaristía y su misericordia y perdón en la confesión, y eso me devolvió a la vivencia de mi fe. Era una llamada a dejar atrás los valores del mundo y a que mi corazón y mi mente fueran formados por Jesús (cf. Rom 12,2). La distinción de Bonhoeffer entre la “gracia barata” y la “gracia costosa” es oportuna para nosotros hoy.

Afortunadamente, la Iglesia que conozco sí incluye radicalmente la llamada a cada ser humano en todas las culturas. Todos los ámbitos de la vida, todas las personas en todas las condiciones y situaciones están invitadas al abrazo amoroso de Jesús y del Padre, y de la santa madre Iglesia. Nuestra comunidad de fe invita a todos, independientemente del distintivo que hayan elegido, a formar parte de nuestra comunidad de fe.

Pero la Iglesia no se detiene ahí. Invita porque ama; y amar es querer el verdadero bien del otro. Solo el amor de Dios puede apartarnos de todas las identidades confusas del mundo, para ver que no somos nosotros quienes decidimos nuestra identidad. Más bien, el evangelio muestra que, a través del plan de amor del Padre, cada uno de nosotros puede convertirse en una hija o un hijo amado del Padre, con nuestra identidad firmemente arraigada en la de Jesús. Mediante la conversión, el discípulo descubre que él o ella no es Dios. Solo Dios determina lo que es bueno y malo, y, como Cristo, el discípulo solo busca la voluntad del Padre.

La Iglesia reconoce que quien vive de una determinada manera, ya sea violando voluntariamente la ley natural o cualquier otra categoría moral, no está en comunión con la Iglesia. Como dijo sencillamente el papa Francisco durante una entrevista mientras viajaba en avión el 15 de septiembre de 2021: “Esto no es un penalti: estás fuera. La comunión es unir a la comunidad”. No se trata de condenar a la persona, sino de reconocer la verdad de su situación y llamar a su alma inmortal a algo más grande.

Uno de los privilegios que he experimentado desde el comienzo de mi sacerdocio es la invitación a acompañar a hombres, mujeres y niños a través de los dolores de la conversión a la maravillosa vida de gracia que se alimenta de la Eucaristía. Sí, la Eucaristía no es para los perfectos, pero sí para los que están en comunión. Y no es solo un alimento espiritual para todos los que tenemos necesidad de confesarnos con regularidad, sino también un signo de unidad que pertenece a los que están en estado de gracia.

La llamada de Cristo a la mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8,11) es la misma que Jesús nos hace a cada uno de nosotros. Estamos incluidos en su compañía, pero también estamos llamados a apartarnos del pecado. La inclusión no significa ni puede significar que permanezcamos en nuestros pecados. Porque Jesús quiere que seamos felices.

El Santo Padre, durante su Ángelus semanal del 22 de enero, dijo que “permanecer con Jesús, por lo tanto, requiere la valentía de dejar, de ponerse en camino. ¿Qué debemos dejar? Nuestros vicios, nuestros pecados, por supuesto, que son como anclas que nos sujetan a la orilla y nos impiden remar mar adentro”. Sí, debemos invitar e incluir, pero no a costa de dejar a los demás y a nosotros mismos sumidos en el pecado que nos separa de Dios. Las leyes de Dios son leyes de un Padre amoroso para que sus hijos vivan en su alegría. La Iglesia necesita el valor, y el amor, para ser clara al invitar a la gente a dejar su pecado. Lo que Jesús ofrece es mejor que lo que el mundo ofrece a la persona en pecado, y su gracia y poder son suficientes para liberar a cualquiera de la esclavitud del pecado.

Por último, Su Eminencia afirma con frecuencia que nuestra conciencia es nuestra guía definitiva. En cierto sentido, esto es cierto si, como enseña muy claramente el Catecismo, tenemos primero una conciencia bien formada. La conciencia es un acto del intelecto al juzgar la moralidad de acciones pasadas, presentes o futuras. La apelación a la conciencia no es un comodín de exención, y es peligroso, muy peligroso, insinuarlo. Se trata más bien de un juicio medido por la realidad. Nuestra guía definitiva no es la conciencia. ¡Es la verdad! Y como sabemos, Cristo es la Verdad (cf. Jn 14,6).

Aunque el cardenal McElroy y yo tenemos visiones muy distintas de la situación de la Iglesia, no cabe duda de que ambos deseamos la felicidad para todos. Su artículo me recuerda que la Iglesia debe hacer más por predicar a Jesucristo y la alegría del evangelio, la alegría que nos espera cuando nos alejamos del pecado y conformamos nuestro corazón y nuestra mente a Cristo. Es una alegría bajo el peso de la cruz, sin duda, pero es una alegría que el mundo no puede dar. Proviene de saber que nos hemos convertido en hijas e hijos amados del Padre, y que estamos creados a imagen y semejanza del Dios que es amor (cf. 1 Jn 4,8).

Arzobispo Samuel J. Aquila
Arzobispo Samuel J. Aquila
Mons. Samuel J. Aquila es el octavo obispo de Denver y el quinto arzobispo. Su lema es "Haced lo que él les diga" (Jn 2,5).
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