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NOTA PASTORAL DE CUARESMA 2023

Como también nosotros perdonamos

En este comienzo de Cuaresma, quiero que recordemos que la misericordia se encuentra en el corazón del mensaje del evangelio, que el papel que el perdón juega en nuestras vidas es esencial y que el perdón es de crucial relevancia para nuestro país en este momento. Los que hemos recibido la misericordia de Dios desempeñamos un papel único en la extensión del perdón a los demás y en la sanación de nuestra nación.

En esta nota pastoral, me gustaría hacer hincapié en cuatro puntos referentes al perdón y la misericordia y en por qué son especialmente necesarios en nuestro día. En primer lugar, el perdón es la naturaleza de Dios. Jesús dejó claro que no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, al arrepentimiento (Lc 5,32). La misericordia de Dios Padre, que acoge a los pecadores con los brazos abiertos y nos impulsa a la conversión, es un don para todos los que la buscan y debe compartirse con los demás.

En segundo lugar, ustedes han recibido el perdón de Dios por sus pecados, y a su vez es necesario que perdonen a los demás por los suyos. El perdón no solo está en la naturaleza de Dios, sino que se les exige a quienes lo han recibido. Podemos pedir ayuda a Dios si nos resulta difícil entender lo que significa perdonar o cómo hacerlo.

En tercer lugar, perdonar a los demás es necesario para nuestra propia sanación y libertad. Y, por último, el perdón es urgentemente necesario para renovar nuestra sociedad.

El perdón es el camino de Dios

En la historia de la creación, los seres humanos son la cúspide del mundo visible creado. La razón de esta distinción sobrecogedora se revela en el libro del Génesis: “Entonces dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’” (Gn 1:26). Se trata de un honor que solo han recibido los seres humanos y los ángeles. Puesto que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, solo podemos entendernos a nosotros mismos si comprendemos quién es Dios.

En pocas palabras, Dios es comunión, una comunión de tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios no solo es amoroso, sino que es el amor mismo, y nuestro Dios, que es amor, también es misericordioso. Cuando Jesús es confrontado por los fariseos, una poderosa secta judía legalista, por cenar con los pecadores, Jesús explica su decisión y los remite al profeta Oseas1: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Vayan, aprendan lo que significa ‘Misericordia quiero y no sacrificio’” (Mt 9,12-13). El Hijo de Dios se hizo hombre para traernos misericordia, perdonar los pecados y sanar.

Sin embargo, incluso antes de la encarnación de Jesucristo, el deseo de Dios de mostrar misericordia a su pueblo y ofrecerle su perdón fue abundante. Los profetas, los salmos y las historias del Antiguo Testamento están llenos de promesas del perdón de Dios.

El salmista lo capta maravillosamente cuando escribe: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados […]. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente compasión por sus hijos, siente el Señor compasión por los que son fieles” (Sal 103,8-14).

Así es Dios. Dios mismo desea ser misericordioso. Quiere perdonar nuestros pecados. Puede ser fácil para nosotros imaginarnos a Dios enfadado con nosotros, sin distinguir el pecado del pecador, como un Dios que no nos acepta y es imposible de complacer. Aunque Dios está enfadado por nuestros pecados, lo está porque nos ama. Siempre está llamando al pecador a que vuelva a él. Cuando reconocemos que nuestra visión del Padre celestial es incoherente con el Evangelio, debemos preguntarnos: ¿Quién nos dijo que Dios es así? ¿De dónde procede esta imagen?

La falsa imagen de Dios procede del maligno, y su propósito, que no ha cambiado desde los tiempos de Adán y Eva, es separarnos de Dios Padre.

  1 Os 6,6.

Dios te perdona. ¿Puedes perdonar a los demás?

Al citar al profeta Oseas, Jesús nos remite a una de las historias más profundas de la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento. Oseas vivió a mediados del siglo 700 a. C., y Dios le ordenó casarse con Gómer, una prostituta. Gómer, debido a sus heridas y estado quebrantado, fue infiel a Oseas en repetidas ocasiones, pero Dios ordenó a Oseas que la perdonara continuamente.

Dios utilizó la tragedia de la infidelidad matrimonial que vivió Oseas como imagen de la propia relación de Dios con su pueblo. Dicho de forma sencilla, en aquella época, la nación de Israel era un desastre. A pesar de sus muchas bendiciones y del incesante perdón de Dios, la nación de Israel era un pueblo infiel al Señor y debía arrepentirse de manera urgente. Dios perdonó repetidamente los pecados de Israel y pidió a Oseas que hiciera lo mismo con Gómer. Hoy, Dios nos pide que hagamos lo mismo con los que pecan contra nosotros.

Jesús mismo nos enseñó el padrenuestro (Mt 6,9-13), en el que deja claro que debemos pedir el perdón de nuestros pecados como también nosotros perdonamos a los que han pecado contra nosotros. La palabra “como” añade una condición a la oración. Jesús explica más a fondo: “Si perdonan a los hombres sus ofensas, también los perdonará su Padre celestial, pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonará sus ofensas” (Mt 6,14-15). No se trata de una sugerencia, sino de una condición para recibir el perdón de Dios.

Jesús insiste en lo mismo en el Evangelio de Marcos: “Cuando se pongan a orar, perdonen lo que tengan contra otros, para que también su Padre del cielo les perdone sus culpas” (Mc 11,25-26). Debemos tomarnos en serio la necesidad de perdonar a los demás y reconocer que de ello depende que nosotros mismos recibamos el perdón del Padre.

Vemos en la parábola del siervo que se negó a perdonar un ejemplo práctico de cómo hemos de responder al gran don del perdón de Dios y de las consecuencias de negar el perdón a otros. El relato de la parábola surge a raíz de la pregunta de Pedro a Jesús: “Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18,21).

Jesús procede a contarle a Pedro la parábola del rey que decidió ajustar cuentas con sus siervos (Mt 18, 21-35). Los animo a leer la parábola completa; en resumen, un rey perdona a su siervo una deuda tan elevada que le habría tomado toda la vida en pagarla. Más tarde, ese mismo siervo se niega a perdonarle una deuda mucho menor a uno de sus propios siervos. El rey, al enterarse de la falta de piedad de su siervo, lo entrega para que sea torturado. A pesar de recibir misericordia, el siervo del rey no estaba dispuesto a “devolver el favor”. Jesús concluye la parábola con una seria advertencia: “Lo mismo hará con ustedes mi Padre celestial si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt 18,35).

Perdonar a los demás no es opcional, precisamente porque nuestro Padre del cielo nos ha perdonado una deuda impagable. Aunque nos enfrentemos con el reto de perdonar actos terribles y atroces, debemos recordar que solo la sangre derramada de Jesucristo pudo perdonarnos nuestros pecados y ofrecernos la salvación. Lo que se nos ha perdonado siempre superará lo que se nos pide que perdonemos. El papa Francisco escribe: “Si no perdonas, Dios no te perdonará. Pensemos […] si perdonamos o somos capaces de perdonar. […] Pero si no puedes hacerlo, pídele al Señor que te dé la fuerza para hacerlo: Señor, ayúdame a perdonar”2.

Señor, ayúdame a perdonar

Cualquiera que haya tenido que perdonar a alguien sabe que no es fácil. Incluso a los niños pequeños les cuesta aceptar las disculpas de otro niño que les ha hecho daño. A medida que crecemos y las ofensas contra nosotros se vuelven más complicadas e incluso maliciosas, el perdón puede parecer un obstáculo imposible de superar. Sin embargo, el papa Francisco nos exhorta a pedir al Señor la fuerza para perdonar.

En la oración de absolución del sacramento de la reconciliación, el sacerdote dice: “Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados…”. Aunque esta proclamación se refiere a la autoridad otorgada a la Iglesia para perdonar los pecados (Jn 20, 21-23), lo mismo vale para todo creyente, porque perdonar a los demás es un deber de los cristianos. El Espíritu Santo quiere ayudarnos a perdonar porque el perdón nos ayuda a crecer hasta llegar a la medida de Cristo en su plenitud (Ef 4,13).

Es útil comprender qué significa exactamente la palabra perdón y qué nos sucede cuando nos negamos a ofrecerlo. En mi experiencia como sacerdote y obispo, tanto la incomprensión del concepto de perdón como la ignorancia de los efectos nocivos de la falta de perdón suponen obstáculos innecesarios para muchos fieles.

Se dice que no perdonar a los demás es como beber veneno y esperar que la otra persona salga herida. Negar el perdón no tiene ningún valor y solamente acumula ira, amargura, venganza y resentimiento en el alma. Esto se convierte en una carga pesada que oscurece nuestra visión de la vida en general, nos hace cuestionar la bondad de Dios y obstaculiza nuestra capacidad de confiar y recibir amor. Además, nuestro sufrimiento rara vez afecta a las personas que nos han hecho daño. En ese sentido, la falta de perdón se convierte en un “doble sufrimiento” en el que sufrimos por la ofensa original y luego sufrimos aún más por albergar rencor.

Muchas personas se niegan a perdonar porque la persona que les hizo daño nunca les ha pedido perdón. Para ser claros, la reconciliación es el ideal cuando una persona ha pecado contra otra. La reconciliación implica recuperar y renovar la relación anterior con la persona que nos ha hecho daño. Pero esto no siempre es aconsejable ni prudente. Pensemos en una persona que nos ha acosado y que continuaría con este comportamiento si la relación se reanudara de la misma manera que cuando sufrimos la injusticia. El perdón sigue siendo posible aunque la reconciliación no lo sea. No podemos permitir que la falta de arrepentimiento de alguien nos mantenga en la prisión que constituye la falta de perdón.

Cuando perdonamos, no estamos diciendo que lo que hizo la otra persona esté bien. No estamos aprobando sus acciones, y perdonarla no implica que esa persona no deba arrepentirse. Cuando perdonamos, estamos diciendo que ya no permitiremos que el pecado cometido contra nosotros tenga poder sobre nosotros, que no guardaremos resentimiento ni ira contra esa persona y que deseamos y queremos su bien.

Hay que admitir que el mero hecho de decir en voz alta que se perdona a alguien puede o no bastar para liberarse de la carga de dolor que esa persona nos causó. Por eso, cuando nos cuesta perdonar, o incluso querer perdonar, es importante pedir la ayuda del Señor para poder perdonar de corazón, como él nos manda (Mt 18,35). Un simple grito del corazón —”Jesús, concédeme la gracia de perdonar como tú perdonas”— puede iniciar el proceso del perdón. Dependemos de Jesús para mover el corazón de esta manera, no de nosotros mismos.

La gran necesidad del perdón hoy y nuestro papel

Cuando estaba en la universidad, mi familia tenía una amiga judía procedente de Hungría que había vivido durante la ocupación nazi y había sobrevivido a un campo de concentración. Había perdido a miembros de su familia en los campamentos. Me di cuenta de que no tenía ira ni amargura hacia los alemanes. Le pregunté al respecto y me dijo que en la década de 1950 vivía amargada, enojada y resentida. Dijo que gradualmente se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer para deshacer lo que había sucedido. Me dijo que sintió la necesidad de perdonarlos y desprenderse de ello, y que, desde entonces, recibió una gran libertad y paz. Ese día, ella me enseñó una lección increíblemente valiosa sobre el perdón, una que todavía recuerdo hoy.

Vivimos en una época de gran inestabilidad. A diferencia de Dios, nuestra sociedad se enoja rápidamente, abunda en juicios y parece recordar públicamente cada pecado pasado que fue captado y guardado en las redes sociales. La amargura, la ira, los insultos y el odio abundan en las redes sociales, en los medios de comunicación, en las reuniones del Congreso y en nuestras escuelas. La sociedad, y sí, también la Iglesia, tiene una gran necesidad de perdón.

Este tiempo de Cuaresma, los invito a orar y ofrecer el perdón en tres áreas principales.

En primer lugar, los invito a considerar si hay algo por lo que necesitan perdonar a Dios o a la Iglesia. Para ser claros, Dios es perfecto y no es culpable de ningún mal. Sin embargo, es común que experimentemos un gran dolor al no entender las acciones y los eventos que Dios ha permitido que sucedan. ¿Por qué permitió el Holocausto, el ataque al World Trade Center, el aborto de más de 60 millones de niños por nacer en los Estados Unidos y más atrocidades aparentemente interminables? Muchos de estos males se producen a raíz de la libertad que Dios ha dado a los seres humanos, que eligen el mal sobre el bien. Tendemos a culpar a Dios en lugar de la humanidad por el mal que experimentamos.

También experimentamos dolor por las oraciones que Dios no contesta de la manera deseada, o por los seres queridos que están alejados de nosotros o de Dios y que nunca llegan a conocerlo. Ante estas situaciones, podemos enojarnos con Dios y cerrarnos a la posibilidad de tener una relación con él.

En ambas situaciones no dejamos que Dios sea Dios. Olvidamos que estamos llamados a confiar en su voluntad. Debemos estar seguros de que él sabe y quiere lo que es bueno para nosotros. Si te encuentras en esta posición, te invito a reflexionar sobre tu propio concepto o imagen de Dios. ¿Es tu Dios el Padre amoroso que Jesús revela en el Evangelio o un Dios que quieres controlar?

Demasiadas veces, tanto los fieles como los no creyentes se han visto perjudicados por representantes de la Iglesia. Esto es especialmente trágico porque el clero tiene la responsabilidad de representar fielmente la misericordia, el amor y la compasión de Dios. Cuando un líder de la Iglesia daña a alguien, puede interpretarse y sentirse como si Dios mismo hubiera cometido la ofensa.

Yo sentí el dolor de la traición de los líderes de la Iglesia cuando estalló el escándalo de McCarrick en el 2018. Puede ser fácil demonizar a figuras públicas que han cometido crímenes horribles, pero el llamado a perdonar también se extiende a ellos. He perdonado al excardenal y rezo frecuentemente para que se arrepienta de sus pecados y pida perdón públicamente por el daño que ha causado.

Te invito a que dediques un tiempo de oración a reflexionar sobre tu concepto e imagen de Dios, luego escribe sobre ello en un cuaderno. Si estás listo para salir del dolor que has experimentado, pregúntale al Señor si hay algo por lo que aún lo culpas y busca perdón por eso. Pídele al Señor que revele su amor por ti como el hijo amado que eres. Acude a la imagen del hijo pródigo en el Evangelio. Imagina el cálido abrazo del Padre y su perdón total hacia ti. O bien, para aquellos de ustedes que hayan visto el episodio final de la tercera temporada de Los elegidos (The Chosen), imaginen a Jesús abrazándolos como lo hizo con Pedro en aquella escena conmovedora.

En segundo lugar, los invito a perdonar a sus enemigos. Jesús enseña: “Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen” (Mt 5,44). En una época en la que nuestra sociedad está tan dividida, no por políticas sino por principios esenciales (como sucedió en Israel durante la época de Oseas), debemos tomar esta enseñanza con seriedad. Nuestra tentación es la de ver a personas que promueven causas pecaminosas y destructivas en la esfera pública y considerarlas enemigos nuestros.

Debemos recordar: “Nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos en las regiones celestes” (Ef 6,12). El combate espiritual es real, y tú estás en el campo de batalla, te des cuenta o no.

Nuestro trabajo es amar a cada una de las personas que nos encontremos en el camino sin importar su afiliación política, afiliación ideológica o los delitos (civiles o morales) que hayan cometido. Hablamos con la verdad porque la caridad lo exige. Amar a otros que tienen puntos de vista distintos a los nuestros no implica afirmar o tolerar el comportamiento inmoral, pero sí incluye aceptarlos y tratarlos con dignidad y cortesía.

Como antídoto contra la ira, el odio y el rencor hacia tus enemigos, te invito a que vayas a un lugar tranquilo, a una capilla de adoración o ante un crucifijo en tu habitación, y hagas una lista de tus enemigos, quienesquiera que sean. Pídele al Señor que te revele a quién ves como un enemigo, y pídele que te ayude a perdonar como él perdona, a amar como él ama.

Si están cometiendo pecados, inclúyelos en tu oración durante la Misa. Pídele al Señor que les perdone su pecado y luego imagina a la persona y cúbrela con la preciosa sangre de Jesús que él nos da para nuestra sanación y santificación durante la consagración de la sangre de Cristo. Pídele al Señor que abra sus corazones a su amor para que estén dispuestos a recibir su misericordia y sanación, y se arrepientan.

De la misma manera, examina tu corazón en silencio y pregunta al Señor si hay personas que te han hecho daño y que aún no has perdonado; escribe sus nombres. En tu imaginación, ve con Jesús al encuentro de esa persona y pídele al Señor que te ayude a perdonarla como él perdona y como llama a sus discípulos (es decir, tú) a perdonar.

Finalmente, los invito a considerar si también tienen que perdonarse a sí mismos. Esta es una necesidad que a menudo se pasa por alto, pero es increíblemente común. Si somos honestos, muchos de nosotros hemos cometido grandes ofensas contra Dios y los demás. Al hacerlo, a menudo podemos encontrar que es más fácil perdonar a otros que a nosotros mismos. Con frecuencia lo oigo de personas que han tomado la decisión de abortar a un bebé o que han cometido otro pecado grave. Han experimentado un profundo dolor, se han arrepentido y han buscado el perdón del Señor en el sacramento de la reconciliación, pero continúan sufriendo por su decisión. Incluso los he escuchado decir: “Sé que Dios me ha perdonado, pero yo no puedo perdonarme a mí mismo”.

La vergüenza puede tenernos atados, y el diablo, el acusador, constantemente nos agrede con nuestros propios pecados o nos hace recordarlos. Incluso puede tentarnos con pensamientos como “siempre serás impuro” o “Dios nunca te perdonará” o “nunca serás suficiente” o “eres un error”. ¡Todo eso es mentira! ¡Eres valioso ante los ojos del Padre! Jesús nos dice en el Evangelio que hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos (Lc 15,7-10).

Arrepintámonos de aferrarnos a cualquier culpa, vergüenza o falta de perdón hacia nosotros mismos, porque el Padre, con Jesús, solo desea consolarnos y perdonarnos en la cruz. Después de escuchar las palabras de absolución en la confesión, los animo a sentarse en silencio dentro de la iglesia y simplemente deleitarse contemplando el gozo del Padre. El Padre te mira con abundante alegría en ese momento. ¡Inténtalo y experiméntalo!

Para finalizar, oro para que esta Cuaresma se caracterice por un renovado espíritu de perdón y sanación para ustedes. Seamos lo suficientemente humildes para ofrecerlo a aquellos que nos han ofendido. Experimentemos la libertad y el amor que Jesús desea traernos. Rezo para que de nuestro perdón fluyan nuevos caminos de amistad, sanación y caridad. Rezo también para que nuestro país ya no continúe por el camino de la autodestrucción implacable, sino que recupere la fe en el Dios que es amor y en su misericordia.

Que nuestro Señor los bendiga en esta Cuaresma y que nuestra Señora de los Dolores, que sufrió junto a su Hijo, saque a la luz las áreas de falta de perdón en nuestras vidas, para que la misericordia de Jesucristo se reciba, se comparta y se viva para la gloria del Padre.

Mons. Samuel J. Aquila
Arzobispo de Denver