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martes, abril 23, 2024
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El poder sanador del perdón

Por el Dr. Jim Langley, psicólogo en St. Raphael Counseling, Denver

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lc. 23,34

Imaginemos lo que sucedería si nuestros cuerpos no tuvieran la capacidad de curarse físicamente; si cada corte, moretón y mancha se quedara con nosotros para siempre. Después de unos pocos años de vida con las inevitables lesiones y accidentes, todos acabaríamos siendo monstruosidades, insoportables a la vista e incapaces de funcionar. Afortunadamente, Dios ha dado a nuestros cuerpos este hermoso poder de restauración. A veces nos quedan cicatrices, y las cosas tardan en sanar, pero en general nuestra capacidad de regeneración es verdaderamente milagrosa.

Resentimiento y perdón

Nuestra capacidad de sanar después de sufrir heridas espirituales y emocionales es igual de maravillosa, pero conlleva un proceso sutil y complicado. En muchos sentidos, nuestros cuerpos se curan solos y la mayor parte del tiempo necesitan solo una intervención mínima nuestra. Sin embargo, curarse de las heridas emocionales requiere esfuerzo e intención de nuestra parte. A diferencia de nuestras heridas físicas, las heridas emocionales requieren de nuestra elección para poder sanar. Y para elegir sanar, tenemos que ser capaces de perdonar.

Podemos contrastar el poder sanador del perdón con el veneno del resentimiento. El perdón es la liberación del dolor, mientras que guardar resentimiento implica aferrarse al dolor. La ira puede ser una reacción natural y sana, pero aferrarse a ella es canceroso. Cuando elegimos aferrarnos a los resentimientos, también estamos eligiendo no sanar. Negarse a sanar emocionalmente crea gran sufrimiento y fealdad; es como si nuestro cuerpo nunca lograra curar sus heridas físicas. En este sentido, el perdón es bueno para nosotros mismos y para los demás.

Qué es y qué no es el perdón

Psicólogos y teólogos pueden definir el perdón de muchas maneras diferentes, pero en el corazón de cada una de estas definiciones está la necesidad de dejar a un lado nuestra ira por un mal que se nos ha hecho, incluso cuando es justa. Muchos de nosotros hemos experimentado el hermoso don del perdón. En el confesionario, experimentamos la alegría liberadora de ser perdonados. Pero ofrecer el perdón, aunque no sea sacramental, conlleva su propia experiencia de libertad, tanto para nosotros como para los demás. El perdón no significa que debamos olvidar el dolor que experimentamos y reprimir la realidad de que nuestra dignidad ha sido violada. De hecho, a menos que se trate de un don sobrenatural, hacerlo no es sano. El perdón no significa que esté bien que nuestros límites sean violados y que nuestras almas puedan ser heridas. Más bien, el perdón es una parte culminante del proceso de duelo por nuestras heridas. Los procesos de duelo y luto, por dolorosos que sean, en realidad conducen a la sanación y la alegría. Pasamos por un proceso similar cuando sanamos del dolor de nuestras heridas emocionales. Todas nuestras emociones tienen un lugar válido en este proceso, incluso la ira.

Proceso de sanación

Cuando nos hieren, es importante reconocer ese dolor y permitirnos sentirlo. Esto no significa hundirse en la lástima de uno mismo, pero tampoco reprimir nuestro sufrimiento. Nuestra reacción natural ante estas heridas es la ira. Lo creamos o no, es una parte importante del proceso, y eliminarla interrumpe el proceso de sanación. La ira, como dice santo Tomás de Aquino, es una respuesta a una injusticia percibida. No podemos perdonar adecuadamente a menos que reconozcamos que se ha cometido una injusticia, y esto implica experimentar la ira en algún nivel. Esto no significa que podamos desquitarnos con alguien cuando nos sentimos heridos, sino que nuestro deseo de justicia es bueno.

Sin embargo, en nuestras relaciones (y especialmente en el matrimonio), la mayoría de las heridas se deben reconocer, perdonar y superar. Ciertamente, hay momentos en los que debemos buscar la justicia y la restauración. Incluso en los matrimonios más íntimos, los límites existen y deben respetarse. Sin embargo, como dice un dicho clásico que puede guiar nuestra vida: «Nuestros hogares deberían ser más un confesionario que un juzgado”.

Viejas heridas

Otra forma en que nuestra sanación emocional refleja nuestra curación física es que a menudo tenemos que volver a experimentar la sanación de viejas heridas. Si tuviste un accidente de coche cuando eras joven, es probable que un día vuelvas a sufrir una lesión en el mismo lugar, lo que requerirá de una curación aún más profunda de ciertas heridas que creías curadas desde hace años.

Puedo decirte que en mi propia vida recientemente he tenido que perdonar de manera intencional heridas de la infancia que creía ya tratadas y superadas, y he tenido que pedir a Dios que las sane. El perdón es a menudo una espiral ascendente; puede ser frustrante volver una y otra vez a las mismas heridas para perdonarlas, pero esto es necesario. Es posible que tengamos que perdonar la misma herida muchas veces a lo largo de nuestra vida, pero esto no tiene nada de malo, porque cada vez nuestra propia sanación es más profunda y aprendemos más sobre nosotros mismos.

¿Qué de la persona que me hirió?

Afortunadamente, el perdón no exige nada de la otra persona, porque no tiene por qué implicar la reconciliación. Tal vez recuerdes el impactante momento en que el papa Juan Pablo II visitó a Mehmet Ali Agca en prisión después de que intentara asesinar al pontífice. Aunque el papa lo perdonó, Agca aún tenía que cumplir su condena; el perdón no implica olvidar el dolor ni borrar las consecuencias de la injusticia. Esta historia también pone de relieve el verdadero poder del perdón, ya que Agca se convirtió al catolicismo en el 2007.

El perdón es la liberación de la ira y la elección de no guardar resentimiento, y para ello no necesitamos ninguna rectificación o disculpa de la otra persona. Recuerda que Jesús dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Elige sanar

Te invitamos a hacer una lista de las heridas que has experimentado en tu propia vida. Repasa tu vida, año por año, y haz una lista de las heridas que has experimentado. Pregúntate si realmente has reconocido el dolor que proviene de ellas y si has estado dispuesto a dejar ir tu ira. Visualiza tus resentimientos como cadenas que te sujetan, cadenas a las que te aferras voluntariamente. Reflexiona sobre las consecuencias de aferrarte a estas cadenas: el dolor que causan y las feas cicatrices que dejan en tu hermoso corazón. Ahora, imagina la libertad de simplemente elegir dejarlas ir. Recuerda: como hijo o hija de Dios, Jesús anhela que tu corazón esté libre de cargas.

 

Este artículo se publicó en la edición de la revista de El Pueblo Católico titulada «Resurección tras el perdón». Lee todos los artículos o la edición digital de la revista AQUÍ. Para suscribirte a la revista, haz clic AQUÍ.

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