“Jesús le dijo: ‘Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?’” (Juan 11, 25-26)
Esta pregunta de Jesús es personal. No fue dirigida solamente a Marta; está dirigida a cada uno de nosotros. ¿Creemos esto? ¿Confiamos verdaderamente en que Cristo tiene poder sobre la muerte y que nuestros seres queridos viven en él?
Por las veces en que fallamos en la confianza en Dios, y por todas nuestras imperfecciones que necesitan sanación, nuestro Padre Celestial nos ha dado el “fuego purificador” del purgatorio como “purificación final” (Catecismo de la Iglesia Católica 1031). El Catecismo nos enseña:
“Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”. (CIC 1030)
Pero estas almas no están solas en esta purificación. La Iglesia nos invita a actuar por amor a nuestros hermanos y hermanas fallecidos — un amor que no termina en la muerte. El Catecismo continua:
“La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos: ‘Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Job 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? […] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos’”. (CIC 1032)
Nuestras oraciones, sacrificios y obras de caridad verdaderamente traen consuelo y gracia a las almas en el purgatorio. La fe en la Resurrección de Cristo nos lleva a acompañarlos con misericordia.
Durante este Jubileo de la Esperanza, el arzobispo Samuel J. Aquila nos invita a unirnos como una sola Iglesia para orar por nuestros hermanos difuntos y por las almas del purgatorio, especialmente por aquellas que no tienen quien ore por ellas.
Este Año Santo es un tiempo de gracia, sanación y renovada esperanza.
Además, la Iglesia nos ofrece una práctica hermosa durante este mes de noviembre:
Se concede una indulgencia, aplicable solamente a las almas del purgatorio, a los fieles que visiten devotamente un cementerio y oren, aunque sea mentalmente, por los difuntos. Esta indulgencia es plena cada día del 1 al 8 de noviembre y parcial los demás días del mes.
Este acto sencillo de fe —una visita, una oración, un recuerdo de amor— se convierte en un puente de gracia para nuestros hermanos que esperan la plena visión de Dios.
Qué gran regalo de esperanza nos ofrece este Jubileo: amar más allá de la muerte y ayudar a nuestros seres queridos a acercarse al cielo.
El arzobispo nos invita especialmente a rezar el Rosario. En cada Ave María decimos: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.”
Encomendémonos y encomendemos a nuestros difuntos al tierno cuidado de la Santísima Virgen María. Que nuestra oración sea puente de amor, consuelo y esperanza.
Cristo vive. Y en él, quienes mueren viven para siempre.

