La intención del arzobispo Samuel Aquila para el mes de julio es por los enfermos y los que sufren.
El Evangelio de san Mateo nos cuenta la historia del centurión:
Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Jesús le dice: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a este: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande (Mt. 8,5-10).
Podríamos hacer una extensa reflexión sobre este pasaje del Evangelio, pero el propósito principal es resaltar la oración del centurión y la reacción inmediata de Jesús. En los Evangelios, Jesús muestra una gran simpatía por los enfermos y los que sufren. Esta empatía se transforma en compasión que lo movía a sanarlos.
El papa Francisco ha dicho: «Los enfermos ocupan una posición privilegiada en la Iglesia y en el corazón sacerdotal de todos los fieles. No deben ser dejados de lado. Por el contrario, deben ser cuidados para ser atendidos. Ellos Son el objeto de nuestra preocupación cristiana» (Papa Francisco, Audiencia papal, 28 de agosto de 2019).
El santo padre continúa: «Lo que más necesita la Iglesia hoy es la capacidad de sanar las heridas y calentar el corazón de los fieles; necesita cercanía, proximidad. Veo a la iglesia como un hospital de campaña después de la batalla».
Jesús mostró esta mentalidad en su ministerio público. Como leemos en el Evangelio de Mateo: “Al verlo los fariseos decían a los discípulos: ‘¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?’ Mas él, al oírlo, dijo: ‘No necesitan médico los que están fuertes sino los que están enfermos’” (Mt 9,11-12).
Jesús relaciona el pecado con la enfermedad. Esto no quiere decir que la enfermedad sea necesariamente el resultado de la pecaminosidad. Más bien, quiere decir que la fuente de todos los sufrimientos y males de la humanidad es el pecado. Una persona no solo se enferma físicamente, sino también espiritualmente. Esto es más evidente en los pecados de orgullo, avaricia, envidia, ira, lujuria, gula y pereza. Estos son llamados los «pecados capitales» porque engendran muchos otros pecados y pueden conducir a enfermedades y sufrimientos aún mayores.
El arzobispo nos invita a todos a rezar el mes de julio por los enfermos y los que sufren. El mundo está herido, la Iglesia está herida, y todos hemos experimentado sufrimientos físicos o espirituales; nosotros también tenemos heridas. No debemos orar solo por la enfermedad del cuerpo, sino por la enfermedad de toda la persona: cuerpo, alma y espíritu. Tampoco debemos olvidar que la fuente de toda curación y oración es la Eucaristía. Frente a la Eucaristía, todos estamos llamados a ser, como el centurión, personas de gran fe y oración intencional, y a repetir las palabras: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastara para sanarme» —a mí y a los que sufren—.
Este momento es significativo durante la Misa porque Jesús mismo está presente para entrar en contacto directo con todos nosotros en la sagrada comunión, que es también un momento central para recordar a los enfermos y a los que sufren como objetos de nuestra preocupación cristiana. Durante la oración de los fieles en cada Misa, pedimos a Jesús, «el Médico y la Medicina», por los enfermos y los que sufren. Y si es su voluntad, él puede curarlos, incluso si están en casa, en el hospital o en otro país. El poder sanador de Dios no conoce distancia, tampoco nuestras oraciones.