Como el Padre me amó, yo también los he amado; permanezcan en mi amor”.
Jn 15, 9
Querido lector, te tengo una buena noticia: TÚ eres amado por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. TÚ eres amado por la Trinidad con un amor que se derramó en la Creación, que llevó al Hijo a hacerse hombre, sufrir y morir para redimirte, que impulsa al Espíritu Santo a permanecer presente en y a través de la Iglesia que el Hijo estableció. Eres amado.
Hoy estás invitado a profundizar en ese amor trinitario. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se derrama por amor a ti y anhela una relación contigo, para que puedas recibir y vivir en ese amor.
En su discurso de despedida, sus últimas palabras a sus apóstoles antes de su misterio pascual, Jesús le dice a los apóstoles –y a nosotros– que nos acerquemos a él: “Como el Padre me amó, yo también los he amado; permanezcan en mi amor” (Jn 15, 9). Tan cerca como están los sarmientos de la vid, nosotros estamos llamados a permanecer cerca de Jesús, Padre y Espíritu Santo (Jn 15, 1-8).
Jesús nos dice que, al permanecer en relación con la Trinidad, se nos ofrece una alegría duradera (Jn 15, 11). Y habiendo recibido el amor y la alegría de la Trinidad, podemos permanecer en relación unos con otros, llegando incluso a dar la vida por nuestros amigos (Jn 15, 12-13).
El llamado de Jesús a permanecer en su amor, un movimiento interno hacia la Trinidad, se complementa con su llamado externo a dar testimonio de ese amor, a “vayan, y hagan discípulos a todas las naciones” (Mt 28, 19). Habiendo encontrado al Señor y habiendo crecido en nuestro amor por él, estamos llamados a compartir este profundo amor con los demás.
Querido lector, ¡TÚ estás llamado a compartir este amor con los demás! Eres importante para esta misión. ¡Tú eres parte de la caballería que debe salir y difundir la buena nueva! En cierto sentido, la Iglesia no puede hacerlo sin ti. En tu singularidad, con tus dones, habilidades, carismas y experiencias, eres el “plan A”. En su infinita sabiduría, Dios puede crear un “plan B” para cumplir su misión, ¡pero tú eres su primera opción!
Cada persona aporta una dimensión única para ayudar al mundo a escuchar y responder a la Buena Nueva”.
San Juan Neumann
¿Por qué yo?
¿No hay personas más cualificadas? Ese es un trabajo de sacerdotes, religiosos y consagrados.
La Iglesia nos dice todo lo contrario en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium: “Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que solo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo” (33).
La misión y el carisma de nuestros sacerdotes, religiosos y consagrados son vitales para la misión de Jesús y su Iglesia. Pero nuestra misión como laicos es igualmente necesaria. ¿Por qué tú? ¿Por qué yo? Porque, en palabras del gran santo obispo Juan Neumann, “Cada persona aporta una dimensión única para ayudar al mundo a escuchar y responder a la buena nueva”.
San Juan Neumann, cuarto obispo de Filadelfia, era conocido por su cuidado pastoral de su pueblo, llegando incluso a aprender gaélico –su séptima lengua– para poder escuchar las confesiones de los inmigrantes irlandeses que llegaban a la ciudad. Organizó un sistema escolar católico diocesano, abrió docenas de parroquias y escuelas y vivió una vida sencilla y santa. Incluso murió al servicio de su pueblo, desplomándose en una calle fría después de solucionar un malentendido y asegurarse de que uno de sus sacerdotes recibiera el cáliz.
Por supuesto, san Juan Neumann fue llamado de manera particular a predicar la buena nueva, a permanecer en relación con la misma Trinidad. También conocía el significado eterno de invitar a otros a esa relación para que pudieran conocer y amar al Señor y compartir ese amor. “Cada persona [es decir, tú y yo, querido lector] aporta una dimensión única para ayudar al mundo a escuchar y responder a la buena nueva”.
Tú y yo somos hijos de Dios únicos, irrepetibles y amados. Nuestro prójimo no puede ser para lo que nosotros fuimos creados a ser; no puede cumplir nuestra misión particular como nosotros podemos. Jamás habrá nadie en esta tierra como tú o como yo.
Dios no conoce el desperdicio. “No somos enviados a este mundo en vano; no nacemos al azar”, dijo una vez san Juan Neumann. “Dios nos ve a cada uno de nosotros. Él se digna a necesitarnos a cada uno de nosotros. Él crea cada alma con un propósito”. Bendito y completo en sí mismo, Dios no nos necesita propiamente hablando, pero se digna permitirnos ser parte de su gran diseño. Se nos invita a entrar y se nos da un papel que desempeñar. Nosotros importamos.
¿Por qué ahora?
¿No habría sido más fácil si naciéramos en otro momento, con menos dificultades y desafíos?
Querido lector, en todas las épocas, la Iglesia ha contrastado con el mundo. Llamada a estar en el mundo, pero no a ser de él, la Iglesia apunta más allá de lo efímero hacia lo eterno, el cielo. A diferencia de épocas anteriores, nuestros desafíos pueden ser muchos, pero nuestra misión de confundir al mundo a través de nuestro alegre testimonio contracultural sigue siendo la misma.
Hemos sido creados en este tiempo para ser faros de luz, verdad y bondad.
Lo mismo le ocurrió al patriarca José, quien fue vendido como esclavo por sus hermanos. Incluso en medio de una gran oscuridad, experimentando el quebrantamiento de su mundo, su amorosa confianza en Dios permaneció. Años más tarde, asumió el mando de la casa de faraón y ejerció un juicio astuto, proveyendo al mundo durante la hambruna.
Cuando sus hermanos aparecieron ante él, José enfrentó un dilema: vengarse con su nuevo poder, una decisión que el mundo habría entendido, o elegir la misericordia. Eligiendo la última opción, mantuvo a su familia y los llevó a Egipto.
Después de la muerte de su padre Israel, los hermanos de José temieron por sus vidas y le pidieron perdón. José los consoló y dijo: “No teman, ¿ocupo yo acaso el puesto de Dios? Aunque ustedes pensaron hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso” (Gn 50, 19-20).
De manera similar, la reina Ester fue elegida del harén del rey para ascender al trono. Cuando descubrió que los judíos estaban en peligro de ser masacrados, intervino con un riesgo significativo para su vida. Animándola a actuar, Mardoqueo, que había acogido a Ester en su casa después de la muerte de sus padres, le dijo: “Si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte vendrá el socorro de la liberación de los judíos, mientras que tú y tu familia perecerá. ¡Quién sabe si precisamente has llegado a ser reina para una ocasión semejante! (Es 4, 14).
Y, por supuesto, ¿quién puede olvidar el ejemplo de nuestra Santísima Virgen María? Adolescente, con valentía respondió con un sí al llamado de Dios en su tiempo, dio a luz a nuestro Salvador y así jugó un papel integral en la historia de la salvación.
Querido lector, tú y yo fuimos creados para un momento como este.
Así como José el patriarca, la reina Ester y nuestra Santísima Virgen María fueron llamados a misiones particulares, nosotros estamos llamados a servir la misión de Cristo y su Iglesia hoy. Así como innumerables personas habrían perecido sin el “sí” de José y Ester, nuestras misiones también tienen un significado eterno. Así como María fue llamada a traer a Cristo al mundo, así también nosotros estamos llamados a traerlo a todos los que encontramos en el camino.
Tú y yo desempeñamos un papel integral en la misión de Cristo y su Iglesia hoy, en este mismo momento. La época puede ser difícil, pero Dios siempre ha elegido nuevos santos en cada época difícil para predicar el evangelio y amar a su pueblo; él hace lo mismo hoy contigo y conmigo.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puedo hacerlo?
Es una pregunta justa, una que la propia María le hizo al ángel Gabriel en la Anunciación (Lc 1, 26-38). Vivir el mandato de Jesús de “vayan, y hagan discípulos a todas las naciones” es desalentador (Mt 28, 19).
Vale la pena recordar, querido lector, las últimas palabras de Jesús, pronunciadas justo después de su orden: “Y he aquí, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20). Jesús está con nosotros; no nos ha abandonado. El Espíritu Santo viene a guiarnos, inspirarnos, protegernos y moverse a través de nosotros.
¿Cómo podemos vivir nuestra misión? Permaneciendo en relación con la Trinidad, recibiendo el amor que Dios desea darnos y permitiéndole actuar en y a través de nosotros.
¡Ánimo! no tengas miedo. En palabras de la valiente santa Juana de Arco, naciste para esto. Con Cristo en nosotros, todo es posible.