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miércoles, abril 24, 2024
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“La vida y la muerte de Juan Pablo II cambiaron Nuestra Vida”

Hoy se cumplen diez años muerte de San Juan Pablo II. Los esposos Bernardo y Erika Garza de la parroquia St. Louis comparten lo que para ellos significó el testimonio y el mensaje de ese papa.

Eran las 12:37 de la tarde del 2 de abril del año 2005. Mi esposa y yo observábamos el anuncio de que Juan Pablo II había vuelto a la casa del Padre, dándonos cuenta de que el mundo había perdido a su mejor amigo.

“¿Por qué lloran?” nos preguntaban nuestros hijos. “Porque se ha ido el Papa” les pudimos contestar luego de varios minutos, con lágrimas bañando nuestras mejillas. Pedro y Miriam no entendían bien por qué llorábamos por un anciano polaco fallecido a casi nueve mil kilómetros de distancia, pero intentaban consolarnos al ver que nos había impactado grandemente. Nuestro pequeño Juan Pablo—que cumpliría apenas dos años de edad diez días después—estaba sentado en las piernas de mi esposa, jugando con el crucifijo pendiendo del cuello de Erika, como queriendo distraerla para que ya no llorase más.

Son ya diez años desde que Juan Pablo II regresó al Padre, pero su legado y su espíritu están aun con nosotros. Mi esposa era una jovencita de 13 años, vivía en Ciudad de México cuando el Cardenal Wojtyla fue elegido Papa. Yo tenía ya 23 años y vivía solo en Colorado.

En 1979 San Juan Pablo II visitó México y Erika viajó al Lago de Chapala con su familia y su comunidad Neocatecumenal para ver y escuchar al Papa. Esta peregrinación marcaría el comienzo para ella de un seguimiento de la vida y escritos de este santo. Posteriormente Erika vendría en peregrinación a Denver para la Jornada Mundial de la Juventud en 1993. Sin conocernos aun, Erika y yo pasaríamos la noche al raso en Cherry Creek State Park esperando la Misa Papal del día siguiente. Un par de años después, yo tuve la oportunidad de peregrinar con otros jóvenes de Denver para escuchar al Papa en Loreto, Italia.

¿Qué nos enseñó Juan Pablo II?

Durante sus 27 años de pontificado fueron muchas las razones por las que este santo marcó nuestras vidas, infundiéndonos esperanza. Sus escritos nos ayudaron a ver la belleza de la Creación, del plan de Dios, y de la misericordia de Dios. Sus viajes nos mostraron la vitalidad y la universalidad de la Iglesia. Las palabras y el cariño que extendió a niños, a enfermos, y a necesitados nos mostraron la naturaleza de Dios—la caridad.

Su celo por evangelizar y por abogar por la paz nos mostraron que la misión de la Iglesia es anunciar la Buena Nueva a un mundo plagado de sufrimientos. Su paciencia y afecto con la juventud nos  recordaron que un verdadero Cristiano es un ícono de Cristo. Su perdón para quien intentó asesinarlo nos dejó ver que la esencia del cristianismo es el amor al enemigo. La valentía con la que continuó su misión de pontífice a pesar del parkinsonismo, la artritis y las secuelas del intento de asesinato, nos mostró que el Espíritu Santo infunde vida en abundancia a quienes se abandonan por completo a Dios.

Lo que más nos tocó fue que, doquiera que él iba, nunca cesó de repetir las palabras de Jesucristo resucitado: “No Tengáis Miedo”. Y es porque San Juan Pablo II sabía que ese saludo contenía la clave del Reino de Dios. Pues es el miedo lo que esclaviza al hombre. Por miedo al dolor y a las dificultades de la paternidad puede un matrimonio cerrarse a la vida. Por miedo al castigo o a la burla miente un niño a sus padres o amigos. Por miedo al sufrimiento pueden los esposos separarse al enfrentar conflictos. Por miedo a la precariedad y al ridículo puede un hombre no seguir la invitación de Dios al sacerdocio o la mujer a la vida conventual. Por miedo pecamos. Y por miedo es que ni Erika ni yo queríamos casarnos ni tener hijos antes de escuchar a este Papa.

Ella y yo vivíamos paralizados por el miedo a la muerte. Miedo al sufrimiento en la vida, en el matrimonio, a las responsabilidades de la paternidad—miedo a perder la falsa y mundana libertad de hacer y deshacer según lo que nos viniese en gana. Pero gracias a este hombre y al “no tengáis miedo”, es que Erika y yo hoy podemos vivir nuestro matrimonio de manera cristiana, sabiendo que la verdadera libertad existe solamente en Dios, quien da la vida y la felicidad, quien nos ha bendecido con siete hijos aquí y otros tres en el cielo.

Por esto uno de nuestros hijos lleva el nombre de este Santo y por esto decidimos arriesgar un poco de nuestros bienes para ir en peregrinación a la canonización de San Juan Pablo II y San Juan XXIII en Roma el año pasado.

Ya no tenemos a este Santo entre nosotros, pero sus palabras perduran más allá de su muerte: “No tengáis miedo”.

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