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lunes, diciembre 29, 2025
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¿Los animales van al cielo?

Con la fiesta de san Francisco, el santo amante de los animales más famoso, a la vuelta de la esquina, quizá te preguntes: ¿las mascotas van realmente todos al cielo?

Por Jared Staudt

A ningún teólogo le gusta que le pregunten sobre el destino eterno de las queridas mascotas, pues es un tema que inevitablemente hiere sentimientos. Con la fiesta de san Francisco de Asís, patrono de los animales, el 4 de octubre, me pidieron que abordara este asunto cada vez más delicado.

En resumen, al haber perdido el sentido de nuestra propia dignidad, nos vemos más como animales y, a su vez, los vemos a ellos más como humanos.

En El origen del hombre, por ejemplo, Charles Darwin afirmó que “la diferencia mental entre el hombre y los animales superiores, aunque grande, es ciertamente de grado y no de especie”. Los animales pueden percibir, sentir, recordar y responder a su entorno, reaccionando al placer y al dolor de maneras que nos resultan familiares.

Lo que Darwin, y muchos otros, no ven, sin embargo, es la naturaleza de la inteligencia humana, que constituye un salto de lo material a lo inmaterial. Los animales actúan movidos por el instinto en su respuesta a la percepción sensorial, incapaces de ir más allá de ella. Pueden distinguir entre cosas distintas, pero jamás explicar racionalmente esa diferencia. Pueden idear cómo superar obstáculos para alcanzar lo que desean, pero no imaginar ni buscar algo más allá de sus instintos y experiencia. Permanecen confinados al mundo sensible, incapaces de reflexionar o elegir libremente realidades que lo trasciendan.

Podrías preguntarte qué hace tan diferentes a los seres humanos, ya que nosotros también somos animales. Aristóteles nos llamó “animales racionales”, con un alma, un principio vital dentro de nosotros, que hace mucho más que animar nuestro cuerpo. Somos seres trascendentes, con una mente y un alma capaces de ir más allá del mundo de los sentidos, contemplando las estrellas e incluso lo que hay más allá de ellas. Dios ha soplado su vida en nosotros, haciéndonos a su imagen, para que seamos capaces de una amistad con él, amistad que perdurará en la vida eterna.

Los animales también tienen alma, por supuesto, como todo ser vivo; eso es lo que los hace animados. Pero estas almas son naturales, ligadas al mundo material y sensible, del cual no pueden salir. Basta con observar lo que los animales pueden y no pueden hacer para percibir que sus almas están unidas a este mundo y no pueden persistir después de la muerte.

¿Es ese el final de la historia?

Cuando contemplamos la vida de san Francisco y de otros santos, vemos que los animales forman parte del despliegue de la salvación. A Francisco lo rodeaban pájaros que se posaban sobre él cuando subía al monte de La Verna, lugar de los estigmas, como confirmación de la bendición de Dios. Una vez allí, un halcón lo despertaba cada mañana para orar. También fue conocido por amansar a un lobo que atemorizaba al pueblo de Gubbio, el cual después se volvió servidor del pueblo.

Su amigo san Antonio de Padua predicó a un grupo de peces para reprender a un pueblo que lo había despreciado. También condujo a un burro a inclinarse ante una custodia para corregir a su incrédulo dueño.

En la misma Escritura, el asna de Balaam reconoció la presencia de un ángel con espada que le cerraba el paso y luego, por poder milagroso de Dios, le habló para protestar contra un castigo injusto.

El profeta Elías fue alimentado por cuervos (al igual que san Benito de Nursia), mientras un gran pez se tragó a Jonás y después lo vomitó en la costa.

Dios confió a la humanidad la misión de ejercer dominio sobre la creación. Tendemos a pensar en esto como algo económico o tecnológico, cuando en realidad se trata de una misión sacerdotal: permitir que el mundo rinda homenaje a su Creador. El pecado entorpeció este plan, y ahora, como dice san Pablo, la tierra “gime y sufre dolores de parto” en espera de su redención (Romanos 8, 22). La resurrección inauguró una nueva creación, elevando y divinizando a la humanidad y preparando también un cielo y una tierra nuevos (Apocalipsis 21, 1). Todo será llevado a su perfección al final, cumpliéndose la misión del hombre, como lo profetizó Isaías: “Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se recostará con el cabrito; el becerro y el león y la res cebada andarán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Isaías 11, 6). Los milagros que vemos en la Biblia y en las vidas de los santos señalan que esta realidad ya ha comenzado.

Si todo será llevado a la perfección en la renovación de la creación, ¿significa eso que también estarán allí nuestros propios animales, en particular nuestras mascotas? El filósofo Peter Kreeft especuló: “¿Por qué no?”, apoyándose en las ideas de C. S. Lewis (Todo lo que quisiste saber sobre el cielo). El mismo Lewis plantea que una “inmortalidad derivada sugerida para [los animales] no es una simple enmienda o compensación: forma parte integral del cielo nuevo y la tierra nueva, relacionada orgánicamente con todo el proceso de sufrimiento de la caída y redención del mundo” (El problema del dolor). Como la vida después de la muerte no corresponde a la naturaleza de los animales, esto requeriría un acto sobrenatural, una intervención del Creador para recrearlos. En teología, solo podemos hablar con certeza de lo que Dios nos ha revelado. Ciertamente él puede crear nuevos animales o resucitar a los pasados si así lo quiere, y hasta podemos verlo como algo conveniente, pero no podemos afirmarlo con seguridad. No podemos esperarlo en el sentido teológico, ya que la virtud de la esperanza se refiere a lo que Dios ha prometido explícitamente, aunque no hay daño en desearlo en general.

Si yo argumentara por qué Dios podría resucitar a los animales, sería porque es un Padre amoroso que se complace en alegrar a sus hijos. Jesús dijo a los discípulos que no tuvieran ansiedad por perder las cosas del mundo. Con frecuencia los animó asegurándoles que Dios proveería con abundancia aún mayor a quienes dejaran las cosas terrenas en favor del cielo. En particular, dijo: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lucas 12, 32). Este Reino realizará todo lo que hemos sido llamados a hacer, y en lo que tantas veces hemos fallado, incluido nuestro dominio sobre la creación.

Dios nos dio a los animales como bendición, para ayudarnos en nuestras necesidades y en el cumplimiento de nuestra misión terrenal. No son nuestros verdaderos compañeros de ayuda, pues no son capaces de amar (elegir libremente sacrificarse por el bien del otro) ni de compartir con nosotros una comunión espiritual. Tienen su lugar y su misión junto a nosotros en esta vida y encuentran su plenitud a través de nosotros en dar gloria a Dios. El bien que hallamos en ellos ya apunta a la perfección del cielo. Estén allí o no los animales, debemos confiar en que Dios dispone todas las cosas para bien, y que nada se perderá en la felicidad del cielo.

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