Por Cecilia Dietzler
Especialista en evangelización para la arquidiócesis de Denver
La primera vez que enseñé sobre la Eucaristía, estaba dando una clase de catequesis para niños de tercer grado. Estaba increíblemente intimidada por esta tarea ya que acababa de graduarme de la universidad con una maestría en teología. Expliqué este misterio de la manera más simple posible a un grupo de niños de nueve años. Dibujé una rebanada de pan en la pizarra y les pregunté, “¿qué sucede en nuestros cuerpos cuando comemos una rebanada de pan?”.
“¡Obtenemos energía!” dijo uno de los estudiantes. Asentí y expliqué que cuando comemos pan, todas esas migas entran en nuestro cuerpo y se transforman en energía, que va a diferentes partes, como nuestros músculos, para que podamos correr y a nuestro cerebro para que podamos pensar.
Uno de los estudiantes mencionó un comercial que estaba en televisión en ese momento, donde las personas literalmente se convertían en lo que habían comido, como un vegetal que corría carreras o un flojo que se quedaba sentado todo el día, con el lema, “Eres lo que comes”.
Reflexionando sobre esto, volví a la pizarra y dibujé la Eucaristía.
Les dije a los estudiantes: “La Eucaristía que comemos en la Misa también es un pedazo de pan, y cuando la comemos, nuestro cuerpo también la transforma en energía para que podamos correr. Pero la Eucaristía es diferente. ¡Porque la Eucaristía es realmente Jesús, también alimentamos nuestras almas cuando la comemos! ¡Jesús es tan poderoso que nuestras almas no transforman el pan; el pan transforma nuestras almas! Somos lo que comemos y nos convertimos en lo que recibimos si le damos permiso”.
Hasta el día de hoy, sigo reflexionando sobre estas palabras, que deben haberme sido dadas por el Espíritu Santo en ese momento. Jesucristo, al instituir los sacramentos, nos dio una manera de alimentar nuestras almas de una forma que nos transforma espiritualmente, nos llena de gracia y nos hace santos. ¡Este don no debería guardarse para nosotros mismos, sino que debería irradiar hacia afuera!
En el 2008, el papa Benedicto XVI dijo en una homilía que “se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: solo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal”.
De hecho, Dios nos santifica no solo para nuestro bien, sino para el bien del mundo entero. No basta con recibir las gracias que se nos ofrecen en la Eucaristía para ser santos.
La santidad viene de recibir a la gracia de Dios y salir al mundo para vivir la misión. Para vivir esa misión, somos transformados en mente y corazón. Nos permitimos ver a las personas como Cristo las vería. Nos movemos con compasión cuando amigos y familiares están sufriendo. Compartimos la buena nueva del amor radical de Cristo por nosotros siempre que sea posible.
Cuando miro imágenes de santos, visualizo el halo representado alrededor de sus cabezas como un recordatorio de esta realidad. Cuando recibimos a Cristo y permitimos que nos transforme, nos convertimos en custodias vivientes, mostrando a Cristo al mundo a través de nuestras palabras y acciones.
Santa Catalina de Alejandría convirtió a 50 oradores y filósofos con su poderosa defensa de la fe, que recibió del Espíritu Santo.
Santa Teresa de Calcuta convirtió a muchos de los pobres a quienes sirvió a través de sus obras de caridad, que pudo hacer solo gracias al amor radical por los pobres que recibió del Espíritu Santo.
San Damián de Molokai convirtió a los leprosos de Hawái al acompañarlos en su sufrimiento y proporcionarles un ejemplo del amor radical de Cristo, dándose a sí mismo como sacrificio al acercarse a ellos y, finalmente, contrayendo lepra debido a su ministerio.
Ninguno de estos santos pudo llegar al corazón de quienes estaban a su alrededor y forzarlos a la conversión. Más bien, su amor por Dios estaba tan profundamente arraigado que no podía evitar florecer y llevar a otros hacia él. Ellos se convirtieron en lo que recibieron. El único obstáculo que se interpone entre nosotros y tales manifestaciones radicales del amor y poder de Cristo es nuestra receptividad a esta transformación.
Para recibir estas gracias sobrenaturales ofrecidas durante la Misa de manera que puedan transformar el mundo, “es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano” (Sacrosanctum Concilium, 11).
Nuestro Dios es un Dios de libre albedrío que no nos forzar a vivir el evangelio en nuestras vidas. Vivir eucarísticamente es recibir los sacramentos con mentes, oídos y corazones abiertos, para que podamos crecer en la comprensión de la misión que Dios nos ha encomendado y crecer en la capacidad para vivir esta misión.
Todos los que recibimos la Eucaristía durante la Misa nos convertimos en tabernáculos vivientes: recipientes que contienen el Cuerpo de Cristo. A través de nuestra receptividad a nuestra identidad misionera, podemos crecer en santidad para convertirnos en custodias vivientes como los santos — no solo llevando a Cristo, sino mostrando su amor para que todos lo vean y experimenten de una manera que puede cambiar radicalmente el mundo.