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lunes, octubre 7, 2024
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Papá, tú importas

Hace poco, escuché a un hombre decir que dejaría de ir a Misa dominical porque los domingos eran para la familia, y la Misa le quitaba demasiado tiempo para estar con ellos. Algo me impactó de manera distinta al oír esto. Por un lado, pensé que su compromiso con su familia era digno de elogio. Desafortunadamente, es poco común encontrar a un hombre tan dedicado a pasar tiempo para su familia en nuestra sociedad. Sin embargo, me sorprendió que mi reacción contuviera no solo tristeza, sino también miedo. Me entristeció el hecho de que él no comprendiera la grandeza de la Eucaristía y lo que sucede en la Misa. Pero me desconcertó más el miedo; explicaré por qué. Antes de continuar, debo decir que este artículo de ninguna manera es un ataque contra este hombre, aunque espero entablar una conversación amistosa con él en algún momento.

Cuanto más pensaba en este incidente, más me daba cuenta de que el miedo que experimenté provenía de una idea que ha crecido en mí desde que me convertí en padre. No es un miedo poco saludable, sino bien justificado, porque trata sobre las posibles consecuencias de mis acciones. La raíz está en esta realización: si Dios no está en el centro de mi vida y la de mi familia, algo o alguien más ocupará su lugar. La forma en que vivimos en casa comunica algo real a nuestros hijos: les enseña de qué se trata la vida y por qué vale la pena vivirla. En otras palabras, les dice dónde deben buscar la plenitud en la vida y cuál es el mayor bien que deben perseguir.

Dedicar tiempo para la familia es esencial para el padre, y nuestra sociedad estaría mucho mejor si más papás le dieran prioridad a esto. Pero si consideramos el plan de Dios en su totalidad, esto queda corto. Nuestros hijos necesitan algo más grande que nosotros. Cuando, como padres, decidimos que nosotros o la familia están antes que Dios, les estamos diciendo a nuestros hijos que la familia es el bien más alto que pueden perseguir. Más directamente, ya sea que nos demos cuenta o no, les estamos diciendo a nuestros hijos que nosotros, los padres, somos quienes pueden satisfacer sus deseos más profundos. Tomamos el lugar que le corresponde a Dios. Tarde o temprano, la realidad se hace presente, y desilusionados, nuestros hijos buscan otro dios: el placer, las relaciones sentimentales, la atención, etc., generalmente adoptando la forma de lo que es popular en su círculo de amigos. Se convierte en un ciclo de esperanzas que inevitablemente termina en decepciones.

Por eso es crucial el papel del padre. Se le ha dado una parte de la paternidad de Dios, lo que significa que primero es un hijo. Podemos entender el mandato de Jesús, «A nadie llamen padre», como una advertencia contra el grave error de intentar ser padres aparte del Padre, al ocupar su lugar y señalar hacia nosotros en lugar de hacia él. Esto nos enseña una lección importante: si deseamos ser verdaderos padres, debemos aprender del Hijo.

No es común pensar en Jesús como padre, pero realmente es padre para los discípulos. En la última cena, incluso los llama sus «hijitos» (Jn 13, 33). Jesús es la imagen del Padre y nos revela su paternidad (Jn 14, 9). Derivar nuestra paternidad de Dios Padre implica hablar las palabras que vienen no solo de nuestra sabiduría limitada, sino de él: “La palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió” (Jn 14, 24). Vemos a Jesús corregir a los discípulos en numerosas ocasiones, como lo hizo después de su resurrección debido a su «incredulidad y dureza de corazón» (Mc 16, 14). Los vemos darles responsabilidad para enseñarles a confiar en Dios más que en ellos mismos, como cuando preguntó al pobre Felipe cómo pensaba alimentar a los cinco mil (Jn 5, 5). Vemos a Jesús ponerlos en aprietos, impulsándolos a madurar tomando decisiones, como cuando les preguntó: «¿También ustedes quieren deajrme?» (Jn 6, 67). Él los enseña y los forma en el camino de la fe y su relevancia: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena» (Jn 15, 11). Él sabe que, aunque sus discípulos no siempre lo comprendan del todo, el Espíritu Santo trabajará en ellos (Jn 16, 12-13).

Sobre todo, los lleva al Padre con el ejemplo. Los discípulos lo ven rezar constantemente, lo que los lleva a pedirle: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Lo más importante, les muestra cómo es el amor que da vida al «amarlos hasta el extremo» en su pasión y cruz. Al hacerlo, les muestra cómo es la verdadera y madura paternidad. Solo así puede pedirle a Pedro que ame como él amó: » cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras… Sígueme» (Jn 21, 18-19). Gracias a su ejemplo, puede iniciar a Pedro, el primer santo padre, en la paternidad que da vida.

Cristo nos muestra que nuestra paternidad debe estar arraigada en el hecho de que somos hijos de nuestro Padre celestial. Por esta razón, lo más importante que debemos hacer como padres es señalar a nuestros hijos hacia Dios como la fuente y el cumplimiento de sus deseos más profundos. Hacemos esto viviendo una vida cristiana activa en casa. Priorizamos la oración en familia, rezamos el rosario, vamos a Misa los domingos, damos gracias antes de las comidas, fomentamos el silencio, hablamos de Dios, contamos historias bíblicas, tenemos arte sagrado en nuestros hogares, etc. Nuestra misión como papás es importante, y debe implicar señalar hacia el verdadero Padre. Si vamos a fracasar en algo, no puede ser en esto.

Nota: Este artículo fue traducido y adaptado del original en inglés por el equipo de El Pueblo Católico.

Vladimir Mauricio-Pérez
Vladimir Mauricio-Pérez
Vladimir Mauricio-Pérez fue el editor de El Pueblo Católico y el gerente de comunicaciones y medios de habla hispana de la arquidiócesis de Denver.
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