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jueves, abril 25, 2024
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¿Por qué confesarme «si no he matado a nadie»?

«¡Pero si soy una buena persona!» es una de las innumerables excusas comunes de por qué alguien no necesita ir a confesarse.

Confesar nuestras malas acciones es la antítesis del problema humano del orgullo; nos gusta guardar nuestros pecados para nosotros mismos, y definitivamente no nos gusta admitir cuando estamos equivocados. Cuando se alienta a un católico, practicante o no, a confesarse, otra respuesta común es: “¡Pero yo no he matado a nadie! ¿Por qué tengo que ir a confesarme?”. O bien, para un no católico puede existir la gran dificultad de decirle a un sacerdote sus pecados porque “puedo decírselos directamente a Dios”. Por muy cierto que esto pueda ser, san Pablo nos dice que confesemos nuestros pecados unos a otros, lo que significa que no están destinados a ser reprimidos en el interior, están destinados a ser borrados.

Las razones bíblicas para la confesión son muchas, pero incluso en un nivel práctico, tiene sentido que necesitemos contar nuestros pecados a otro ser humano de vez en cuando (para los católicos practicantes, la Iglesia requiere hacerlo por lo menos una vez al año, pero se recomienda ir una vez al mes). Después de todo, aquí es donde el sacramento de la reconciliación recibe su nombre: debemos reconciliarnos con Dios por nuestras malas acciones cometidas contra él y los demás.

Sin duda alguna, lo hermoso de la confesión es que cuando confesamos nuestros pecados a un sacerdote, en realidad se los estamos diciendo directamente a Jesús. El Catecismo dice esto sobre la confesión: “Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del ‘ministerio de la reconciliación’. El apóstol es enviado ‘en nombre de Cristo’, y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica: ‘Dejaos reconciliar con Dios'»(CIC 1442).

Piensa en la última vez que discutiste con un amigo cercano o un familiar. Tal vez dijiste algo que no quisiste decir. Tal vez actuaste un poco irracionalmente. Al hacerlo, tal vez hayas causado una ruptura en la relación. Para reparar esa relación, se necesita una conversación; debes admitir tus errores, la otra parte debe admitir los suyos y deben perdonarse unos a otros. El perdón, sin embargo, requiere misericordia. Esto es esencialmente lo que sucede entre nosotros y Dios en el confesionario: arreglamos las cosas con Dios.

Entonces, si bien es cierto que probablemente eres una «buena persona» y que, de hecho, no mataste a nadie hoy, ese no es realmente el objetivo de la confesión. La confesión es la manera en que recibimos tangiblemente el perdón del Señor por nuestras ofensas, y créeme: todos lo necesitamos. No hay absolutamente nada que podamos hacer por nuestra cuenta para merecer la misericordia de Dios, y la necesitamos incluso para la más pequeña de las ofensas.

En esto radica el propósito final de la confesión: no merecemos la misericordia de Dios, pero él nos la da de todos modos. Ningún pecado es demasiado grande o pequeño para Dios. Su gracia está siempre ahí, lista para ser dada gratuitamente a nosotros. ¿Qué te impide recibirlo?

Aaron Lambert
Aaron Lambert
Aaron Lambert es el editor de Denver Catholic, el medio oficial en inglés de la arquidiócesis de Denver.
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