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miércoles, abril 24, 2024
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Testimonio: Toqué fondo con el alcohol y las drogas, pero Dios me rescató

Por Carlos Miranda
Quiero agradecer a Dios por esta oportunidad de compartir cómo Jesús transformó mi vida.  Soy Carlos Miranda. Mi esposa es Luly y mis hijos son Carla, Lesli, Estefani, Victoria, Isabel y Emanuel.
Llegamos de México a Estados Unidos en febrero de 2001 con muchos sueños: trabajar, tener un hogar, hacer dinero y tener una buena camioneta. Hoy me doy cuenta de que no es más rico el que tiene más sino el que necesita menos, como dice san Agustín.
Para llegar a esta conclusión tuve que pasar por un proceso, hacer un cambio de vida, morir a los deseos de la carne y resistir al pecado que me tenía como prisionero.

Sueño americano

Cuando llegamos a Denver todo pintaba muy bien. Todo era nuevo.  Empezamos a trabajar y a vivir el sueño americano. Y con el trabajo llegaron los bienes materiales.
Lo que en un inicio se veía como un momento lleno de esperanza se tornó luego a un deseo egoísta.  Me volví mentiroso, le abrí la puerta al pecado, y el hombre viejo que dejé en México, al parecer había comprado boleto para venir a Estados Unidos y estaba al asecho, esperando un descuido de mi parte para instalarse nuevamente en mi corazón y allí se mantuvo por dos años en mí y en mi familia.
Nos creíamos buenos porque íbamos a Misa cuando nos nacía. La iglesia la usábamos como punto de referencia para planear donde íbamos a comer, íbamos a “calentar la banca”, todo parecía superficial, Dios no estaba en nuestros planes.

Toqué fondo

Recuerdo un día en que me fui de parranda por cuatro días, de viernes a lunes. El viernes mi celular sonaba cada diez minutos: era mi esposa preocupada. Traté de calmarla con el “ahorita voy”. Pero yo ya tenía mi plan. Apagué el teléfono y pensé: “Más vale pedir perdón que pedir permiso”.  Estuve ausente hasta el domingo que subí a mi camioneta y empecé a dar vueltas. Sentí asco, vergüenza, quería salir corriendo, ni siquiera sabía dónde estaba. Los supuestos amigos con los que estuve de parranda, me resultaron muy extraños, no tenía en común con esa gente más que los vicios y el pecado.
Miré buscando a alguien y no fue hasta que me topé conmigo, reflejado en el espejo retrovisor que dejé de buscar. Al principio me reí de mí mismo y hasta me felicité por la hazaña, luego miré más de cerca y me di cuenta de lo que había ahí no era el reflejo de un hombre sino de un monstro.
Siempre me chocaba que sintieran lástima por mí. Pero fue ese día que me dije: “Me doy lastima”, y comencé a llorar. Y mientras lloraba, comenzaron a pasar por mi mente mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. Hasta que llegué al lugar donde estaba. Me di cuenta de que Dios me amaba, aunque yo no lo entendiera.
No sabía cómo hablarle a Dios, pero en ese momento miré al cielo y comencé a aclamar: “Señor, si en verdad existes, dame una oportunidad. Lo he intentado muchas veces, dejo los vicios por un tiempo pero cuando vuelven, vuelven con más fuerza. Por favor ¡ayúdame!”.

Busqué a Dios y Él me buscó

Llegué a mi casa donde me esperaba mi esposa. Estaba serena. Me dijo: “Qué bueno que llegas. Sube para que comas y descanses, que bueno que estás bien”. Yo le dije: “No estoy bien. Estoy borracho y drogado, pero esta vez tengo la certeza de que algo grande va a pasar en nuestras vidas”.
Llegó el domingo. Fui con mi familia a Misa, y en la Misa un matrimonio subió a dar una invitación para un retiro parejas. Esto me caló hondo, quería ir al retiro. Le dije a mi esposa que quería eso para nosotros. El lector pensará que ella sintió lo mismo, pero no fue así. Yo no había medido el daño que les había hecho. Ella me contestó que nosotros estábamos bien, que los otros tenían problemas más serios. Yo le supliqué que lo hiciera por mí.
Gracias a ese retiro bendito, mi familia y yo servimos al Señor en la iglesia Queen of Peace. Hoy soy el coordinador del grupo de oración. También he sido coordinador de los ministros de la Eucaristía. Hemos sido pareja de apoyo en las prácticas prematrimoniales.
La misericordia de Dios es grande. Mi hija Victoria, cuando estaba en el vientre de mi esposa, le detectaron un tumor. Había una comunidad completa orando por nosotros. En un momento los médicos nos preguntaron: «¿Ustedes han estado orando?», pues la niña ya no tenía nada. Hoy tiene ocho años y está sanita.
Estoy convencido de que se puede hacer la diferencia en un mundo donde no nos damos cuenta de que el pecado nos roba la gracia, la santidad. No existen pecados pequeños. Pero si Dios está con nosotros, nadie estará en nuestra contra.
Hoy digo que mi vida de antes era un eterno otoño. En cambio, mi vida actual la veo como una eterna primavera: con altas y bajas pero con el Señor. Ser santo cuesta, y todo católico debería trabajar en ello. ¡No claudiquemos! ¡Levantémonos con la misericordia del Señor! Recordemos que la conversión no es algo que sucede un día, sino un camino que dura toda la vida.
Este artículo fue publicado originalmente el 24 de marzo del 2015.

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