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miércoles, abril 24, 2024
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Para vivir con coherencia eucarística, la Iglesia ha de llamar a los católicos a la conversión

En mi primera Misa como sacerdote y en muchas otras Misas que he celebrado desde entonces, he rezado en silencio una de las dos oraciones que todo sacerdote ha de rezar antes de recibir el cuerpo y la sangre de nuestro Señor:

“Señor Jesucristo, que la comunión de tu cuerpo y sangre no sea para mí motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche como protección de alma y cuerpo así como remedio saludable”.

Esta oración hace resonar las palabras de san Pablo en su primera carta a los corintios. En ella, el apóstol exhorta a la Iglesia a vivir la fe de manera coherente, plena e íntegra. Pablo les recuerda a los corintios: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación” (1Cor 11,27-30).
Las palabras de san Pablo son un mensaje de amor que la Iglesia dirige a las personas que deciden acercarse al altar para recibir la comunión. Son palabras de amor y misericordia del Espíritu Santo para nuestra propia protección y salud espiritual. Sin embargo, conllevan una seria advertencia: que nosotros, los que profesamos la fe de la Iglesia, debemos vivir tal como la Iglesia lo prescribe, porque Jesucristo a través de su Iglesia nos llama al arrepentimiento, al perdón y a la santidad. De lo contrario, recibir la Eucaristía supondría nuestra propia condenación ante el altar del Señor.
San Pablo asevera que la Eucaristía tiene un gran poder, pero a la vez advierte contra el peligro de recibirla sin el debido discernimiento. Es un peligro sagrado que proviene de nuestra propia libertad de vivir una vida coherente o incoherente, conforme a la verdad de Dios y las verdades que enseña la Iglesia o no. La verdad puede ser difícil de expresar y difícil de oírse; no obstante, el amor habla con la verdad. Acercarse a recibir la Eucaristía de manera casual, sin el temor a la posible condenación, es poner en riesgo la propia salvación eterna.
Sin embargo, en la actualidad, los obispos hablamos poco sobre la condenación. Hemos desarrollado una pedagogía de aceptación casi exclusiva. Sin duda, todos hemos sido llamados a amarnos los unos a los otros de manera heroica, a recibir al extraño y al pecador en el misterio de la infinita misericordia de Dios. Aun así, de algún modo este amor ha dejado de ser recíproco. En efecto, el amor de Dios es misericordioso, pero el amor auténtico también es veraz. Jesús en su propio ministerio nos muestra este amor repetidas veces en su trato con Pedro y los apóstoles, al igual que con la mujer sorprendida en adulterio, con Zaqueo y la mujer samaritana. El amor admite el hecho de que la condenación es posible. Admite que la manera como nos acercamos al altar y recibimos la Eucaristía debe llevar consigo un sano temor del Señor.
Ofrezco la presente reflexión tras mucho tiempo de oración y contemplación del estado de la Iglesia en estos tiempos difíciles. En los últimos años, se ha ido prestando gran atención a las cuestiones de política, economía y salud global. La mayor parte de nuestra sociedad vive en un mundo sobrecargado de noticias de última hora. Incluso la Iglesia y algunos obispos parecen darle preeminencia al orden civil y físico sobre el espiritual. Aunque es bueno prestar atención a estos asuntos, pues han de tomarse con seriedad, no constituyen el fin para el que fuimos creados, el fin por el que la Iglesia existe, es decir, la participación en la misión del Redentor, la salvación de las almas y la vida eterna.

Planteamiento

Con frecuencia, las preguntas sobre la digna recepción de la Eucaristía se ven ligadas a consideraciones políticas: ¿Cuál es la mejor manera para que la Iglesia dé testimonio de su verdadera identidad en un mundo tan politizado? ¿Se corre riesgo de que los obispos alejen de la Iglesia a los fieles por dar testimonio de manera constante, clara y coherente? ¿Hay riesgo de una posible manipulación política? Estas son preguntas difíciles para la sociedad moderna, solo que comportan una manera errónea de plantear el problema.
El asunto de vivir con coherencia eucarística no consiste en aplicar una ley eclesiástica o una disciplina adecuada, aunque estos aspectos no se pueden pasar por alto; es más bien una cuestión de amor, de caridad para con nuestro prójimo. San Pablo es claro cuando dice que recibir el cuerpo y la sangre de nuestro Señor de manera indigna supone un peligro para la propia alma. Esto es verdad para todo católico, aunque atañe de modo especial al falso testimonio que muchos funcionarios públicos dan de las verdades fundamentales de la persona humana.
Cuando la Iglesia resta importancia al peligro de recibir la Eucaristía de manera indigna, falla en amar verdaderamente a los que siguen poniendo su alma en peligro. Intercambiar la vida eterna por la “civilidad” y la “participación” termina por no ser un buen intercambio. Como obispo, sería particularmente irresponsable de mi parte guardar silencio cuando hay personas, a quienes he sido llamado a amar, que podrían estar poniendo en riesgo su alma. Esto implica un peligro para ellos y para mí mismo. El día del juicio se me pedirá cuentas de mi amor al prójimo, y no quiero ser responsable de no haber predicado las Escrituras y la enseñanza de la Iglesia solo porque entonces mostrar ese tipo de amor era algo impopular, incómodo o irrelevante.
La cura de almas bajo mi jurisdicción es también lo que define mi ministerio. Los obispos, al igual que los fieles, han de ser claros sobre la condenación que pesa sobre nosotros si dejamos de amar a aquellos que no quieren oír las verdades de nuestra fe.
La naturaleza pública de la Eucaristía también determina cómo la Iglesia establece que ha de recibirse. El derecho canónico indica que “No deben ser admitidos a la sagrada comunión […] los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” (canon 915). Las leyes concernientes a la Eucaristía existen para el bien de los fieles y para preservar la verdad y el misterio de nuestro encuentro con Cristo resucitado. Existen porque la Iglesia ama a cada persona y desea que esta alcance el propósito para el que fue creada, es decir, la unión con Dios. Las leyes de la Iglesia existen por el bien de las almas, y deberían considerarse desde ese punto de vista. La ley eclesiástica y el amor no son mutuamente excluyentes.
Desde el principio, la enseñanza de Jesús mismo en torno a la Eucaristía ha constituido un verdadero reto. El Evangelio de Juan (cf. Jn 6,52-69) identifica la revelación de la Eucaristía como una causa de crisis y división entre los seguidores de Jesús, a tal punto que muchos dejaron de seguirlo. Jesús no impidió que se fueran, ni les instó a quedarse por sensibilidad pastoral. Los dejó ir, porque participar en la Eucaristía («comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre») requiere el asentimiento de la fe y cierta coherencia en la propia vida, tal como la Iglesia ha enseñado desde los primeros siglos. Vemos ese asentimiento de la fe en la respuesta de Pedro a Jesús cuando Jesús les pregunta a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Pedro responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,69).

Conciencia

En la actualidad, oímos hablar con frecuencia del primado de la conciencia en la decisión de cada persona por recibir la Eucaristía. No obstante, la conciencia no excusa de cualquier decisión solo porque la persona emite un juicio personal sobre el bien y el mal. Existe una obligación previa de formar bien la conciencia para que el bien y el mal se puedan discernir adecuadamente. Una conciencia bien formada somete el corazón, la voluntad y la mente a la voluntad de nuestro Padre amoroso. Asimismo, debemos tener en cuenta que la conciencia puede ser errónea si no ha sido formada, pero, aun así, nunca debe oponerse directamente a la ley de Dios. Dios determina el bien y el mal y no la humanidad, ni especialmente el gobierno. Es suficiente reparar en los acontecimientos del siglo pasado para percatarnos del mal que un gobierno puede ocasionar al declarar que algo malo es bueno, es decir, la Alemania nazi y los regímenes comunistas.
Como obispo, tengo la obligación de ayudar a los fieles bajo mi cuidado a formar bien su conciencia. Estoy llamado a seguir el consejo que el Señor les da a sus discípulos en el Evangelio de Mateo:
“Si tu hermano ha pecado, vete a hablar con él a solas para reprochárselo. Si te escucha, has ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a una o dos personas más, de modo que el caso se decida por la palabra de dos o tres testigos. Si se niega a escucharlos, informa a la asamblea. Si tampoco escucha a la iglesia, considéralo un pagano o un publicano” (Mt 18,15-18).
Me tomo dicha responsabilidad muy en serio y, por lo tanto, me veo obligado a abordar la idea errónea de que es suficiente para cualquier católico bautizado el simple deseo de recibir la comunión para poder hacerlo. Ninguno de nosotros tiene la libertad de acercarse al altar del Señor sin antes haber hecho un examen de conciencia adecuado y haberse arrepentido apropiadamente tras haber cometido un pecado grave. La Eucaristía es un don, no un derecho, y la santidad de este don solo se deshonra cuando se recibe de forma indigna. Esta realidad concierne de manera especial a los funcionarios públicos que persistentemente gobiernan en contradicción con la ley natural, sobre todo en lo que respecta a los temas preeminentes del aborto y la eutanasia, la destrucción de vidas inocentes, y a los actos que se oponen a la enseñanza de la Iglesia sobre la dignidad humana.
Aunque es probable que demasiadas personas reciben la Eucaristía en un estado de separación objetiva de Dios, los funcionarios públicos que abierta y persistentemente viven en un estado de pecado grave tienen una responsabilidad todavía mayor. Su ejemplo induce a otros a pecar y agrava el riesgo de ser condenados a la hora de comparecer ante Dios. Si la Iglesia asegura amarlos de verdad, y en verdad los ama, entonces lo más apropiado es llamarlos a volver a una relación de intimidad con cada persona de la Santísima Trinidad a través del arrepentimiento, antes de recibir el cuerpo y la sangre de Jesús de una manera que pondría en riesgo su salvación eterna.

Caridad y verdad

Me temo que muchos católicos bautizados no se tomen en serio la Eucaristía porque no toman en serio el pecado. En gran medida, esto se debe al mal estado de la catequesis que se ha impartido bajo mi supervisión y la supervisión de mis hermanos obispos durante mucho tiempo. Si la Eucaristía es tratada de manera casual en nuestras celebraciones litúrgicas, si se menosprecia en el confesionario o se ignora en las homilías, entonces no nos debería sorprender que exista confusión respecto a su santidad. En el fondo, esta es otra falta de caridad. La caridad verdadera siempre está llena de compasión, gentileza y verdad. Amar a nuestro prójimo significa desear que este viva de acuerdo con la sublime verdad de la Misa y la verdadera presencia de nuestro Señor. A este respecto, los ministros de la fe tienen quizá mayor responsabilidad de la recepción indebida de la Eucaristía.
Cuando Jesús condena a aquellos que escuchan la palabra de Dios y no la ponen en práctica (cf. Lc 6,46-49), Él supone la existencia de una previa proclamación del Evangelio. Indudablemente, hay personas que conocen la enseñanza de la Iglesia, y la rechazan (por ejemplo, la enseñanza de la Iglesia sobre la santidad de la vida o la verdad del matrimonio natural), pero también hay otras personas que no han escuchado el Evangelio porque la Iglesia no lo ha proclamado de manera eficaz.
Este tiempo en que la Iglesia ha de hacer un examen de conciencia acerca de su conformidad con la Eucaristía es también para mí y para todos los obispos una oportunidad para comprometernos nuevamente a proclamar a Jesucristo sin reparo alguno. La suavización del mensaje del Evangelio no es lo que llena nuestras iglesias, sino una confianza profunda y verdadera en Jesús, enraizada en nuestro amor personal a Él como nuestro Señor y Salvador. Este es el modelo que siguen los santos. Ellos nos muestran cómo la fe en Jesús lleva a una entrega total a la voluntad del Padre independientemente de las repercusiones políticas y sociales, sin importar el precio que sea, tal como dan fe de ello los mártires de nuestro tiempo.
Rezo para que el Espíritu Santo me guíe a mí y a la Iglesia a una vida coherente que tenga como fuente y cumbre a la Eucaristía y la fe en Jesús. Que esto nos dé a todos paz de mente y corazón y nos lleve a amar al prójimo sin importar las consecuencias, ¡para que así experimentemos la alegría del Evangelio aquí en la tierra y podamos vivir juntos en el cielo!
Nota del editor: Este artículo se publicó originalmente en inglés en America Magazine y fue traducido al español por El Pueblo Católico.

Arzobispo Samuel J. Aquila
Arzobispo Samuel J. Aquila
Mons. Samuel J. Aquila es el octavo obispo de Denver y el quinto arzobispo. Su lema es "Haced lo que él les diga" (Jn 2,5).
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