Por padre Daniel Ciucci, párroco de la parroquia Most Precious Blood en Denver
Cuando era niño, recuerdo que iba con mis padres a la Misa de Nochebuena de las 4 p.m. Teníamos que llegar a las 2:30 p.m. para encontrar un lugar, uniéndonos a cientos de personas apretadas en las bancas. El aire estaba cargado de expectativa y del aroma del incienso, y las voces del coro practicando se escuchaban suavemente mientras la gente se acomodaba. El sacerdote daba una homilía que giraba en torno a varios temas relacionados con la Natividad, y recuerdo que una Navidad un sacerdote se puso a pronunció unas palabras: la presencia de Jesús es el regalo más grande. Añadí esa frase ingeniosa a mi repertorio intelectual cristiano, pero nunca llegó a penetrar verdaderamente en mi corazón. Mi yo juvenil pensaba, “Sí, padre, Jesús es maravilloso, pero no veo la hora de volver a casa y abrir los regalos mañana».
Mirando atrás, esa idea de Jesús como un requisito previo para mis regalos era más profunda de lo que pensaba. Ahora que soy más grande y camino en este viaje de fe con mayor seriedad y compromiso, se ha convertido en un punto de meditación. Los rituales que antes parecían meras obligaciones se han transformado en experiencias profundas que moldean mi comprensión del amor de Dios y sus muchos dones.
Incluso el hijo de una familia que apenas va a Misa sabe que la Misa de Navidad es una parte necesaria – aunque a veces pesada – del régimen anual que culmina en los regalos. Estas primeras verdades brindan acceso a entendimientos más profundos que vienen con la madurez: la venida de Cristo como un bebé para habitar entre nosotros abre el camino a una alegría navideña eterna. El sufrimiento, la muerte y la resurrección de Cristo son los medios por los cuales Dios obró la salvación de toda la humanidad. Pero no se puede crucificar un espíritu, ni siquiera a la segunda persona de la Trinidad, hasta que asuma la realidad de la carne humana. Así es – el pequeño y tierno niño Jesús en un pesebre está en una misión secreta de rescate, tomando la vida humana para entregarla y ganar la salvación para todos nosotros.
Hoy, como sacerdote, probablemente me ocurre una o dos veces al mes que, después de incluir una parte básica del evangelio en una homilía – como “el amor de Jesús es real” o “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único”, – alguien se acerca a mí después de Misa y me dice, “Padre, nunca había escuchado eso antes”. A menudo me quedo asombrado porque sé que mis hermanos sacerdotes y yo predicamos de una manera centrada en Cristo, hacia la salvación – eso es el evangelio. Sin embargo, es asombroso y hermoso cuando las personas lo escuchan con oídos frescos. El amor de Dios es real, y está presente. El Espíritu Santo siempre está trabajando, reviviendo las verdades que hemos recibido y guardado en lo más profundo de nuestro ser, conectándolas a nuestros corazones.
Seguramente has escuchado durante toda tu vida que Cristo murió por ti. Ahora escucha esto: Cristo nació para ti.
La primera frase del Catecismo de la Iglesia Católica – el manual de instrucciones de la fe católica – dice, “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libre- mente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada”. Entender que Dios estaba “bienaventurado en sí mismo” significa que nos creó por amor, no por necesidad ni por obligación. Nuestra propia existencia está motivada por un amor puro.
“Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre”, continúa. En Navidad, hablamos de Jesús como Emmanuel – Dios-con-nosotros. Parte de esta misión de rescate implica una cercanía específica con nosotros, incluso en nuestro estado débil y caído. ¡Hay una gran razón para alegrarse!
El párrafo sigue, “Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador”. De nuevo, en este tiempo, contemplamos a Jesús — al niño Jesús — como el Hijo de María. ¿Podemos también considerarlo como Salvador mientras está acostado en la paja de los pesebres en nuestras casas o en la iglesia? ¿No es acaso un bebé una forma extraña de salvación? ¿No es un niño un Redentor peculiar?
“En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”, concluye el párrafo. Parte de esta salvación implica que lleguemos a ser como niños – dependientes de un Padre confiable. ¿Qué significa esto? Tienes una dignidad tan grande que Dios eligió asumir la misma sustancia de la cual estás hecho, por frágil que sea. Y su medio de salvación comienza acercándose a nosotros y llevándonos a su Padre. La nueva encíclica del papa Francisco, Dilexit Nos, nos recuerda, “Cuando el Hijo se hizo hombre, todos los deseos y aspiraciones de su corazón humano se orientaban hacia el Padre. Si vemos cómo Cristo se refería al Padre podemos advertir esta fascinación de su corazón humano, esta perfecta y constante orientación al Padre. Su historia en esta tierra nuestra fue un caminar sintiendo en su corazón humano un llamado incesante de ir al Padre” (72). Esa cercanía al Padre es salvación.
Este entendimiento de que el Niño Jesús vino en carne es una misión de rescate para salvarnos a todos. ¡Qué consuelo! ¡Qué alegría! ¡Qué esperanza! Su venida nos otorga el regalo de la salvación y la oportunidad de estar unidos con un Dios que siempre está haciendo algo nuevo. Como nos recuerda el papa Benedicto XVI en Spe Salvi, “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (2). Es un misterio profundo que el Creador del universo se haya humillado para convertirse en un bebé indefenso, dependiendo de los padres humanos para su cuidado y alimento. Esta humildad y cercanía, vistas en la cuna, preparan el escenario para su ministerio terrenal, que culmina en el sacrificio supremo en la Cruz.
También debemos reconocer que la importancia teológica de la Navidad se diluye por la comercialización de la temporada. Nuestros pensamientos sobre las cosas aumentan, con fiestas, dulces y regalos. ¿Es posible, entonces, aprovechar las comodidades de la temporada para meditar sobre la bondad de Dios? Fue Dios quien hizo todo lo que amamos o hizo a las personas que hicieron las cosas que amamos. Así que, ya sea que te deleites con tu café favorito, el último juego de PlayStation 5, la sorpresa de una aurora boreal o el crujir de una chimenea, cada cosa es un regalo de Dios. Cada pedazo de la creación lleva las huellas, la marca, de la bondad del Creador. Cada regalo tiene un dador.
Considera la calidez que sientes al abrir un regalo de alguien que se preocupa por ti. Esa alegría es una mera sombra del inmenso amor que Dios tiene por nosotros. Cada presente es una premonición del presente eterno que Jesús nos ofrece a través de la salvación. Ser invitado a una vida bendita con él es ser invitado a una mañana navideña eterna llena de regalos y amor que es más de que podemos imaginar.
Al final, todas las decoraciones, las luces y los regalos apuntan a algo más grande. Son símbolos que nos llevan de vuelta al pesebre, de vuelta a esa noche de paz cuando la esperanza nació en el mundo. Esta Navidad, permitámonos ser como niños de nuevo – llenos de asombro, de corazón abierto y listos para recibir el amor que Dios tan libremente nos ofrece. Cuando asistamos a la Misa de Navidad este año, recordemos: la Misa es un requisito previo para los regalos de Navidad, así como Jesús es un requisito previo para la salvación. La Misa no es solo un ritual o una obligación; es una celebración del mayor regalo que jamás hayamos recibido. Es una oportunidad para alejarnos del bullicio y volver a enfocar nuestros corazones en lo que verdaderamente importa: la cercanía y el amor de Dios. Después de todo, la presencia de Jesús es, sin duda, el mejor regalo que podríamos recibir.