Por Forest Barnette
Pensé que la Navidad pasada sería muy difícil.
Era la primera vez que mi esposo, mis hijos y yo no viajábamos para ver a la familia extendida. El distanciamiento que provocó esa situación ya era doloroso de por sí, sin contar el miedo de perderme de momentos, las tradiciones que se desvanecían y el duelo por aquella imagen que había soñado de unas fiestas llenas de primos, risas y caos alegre.
Y, sin embargo, a pesar de que no estábamos con nuestros familiares, la Navidad del 2024 resultó ser más tranquila, alegre, divertida y renovadora de lo que imaginé.
Presencia de Navidad
La historia es antigua, pero siempre nueva: Dios permite la pobreza para que descubramos la verdadera riqueza.
Privada de muchas de las cosas que creía esenciales para una “verdadera” Navidad, me enfoqué en lo que realmente importaba: la forma en que nos estábamos conectando como familia y cómo eso cimentaba la fe y la seguridad de nuestros pequeños de dos y tres años. Aquello que “debería” constituir una infancia navideña ideal dejó de tener importancia.
Muchos estudios científicos coinciden en el poder de la conciencia, o simplemente, de estar abiertos y presentes en el momento. Yo no intentaba intencionalmente ser más “consciente” aquel invierno del 2024; simplemente teníamos menos prisas, menos planes, menos compromisos y menos necesidad de agradar a todos. Y los niños pequeños son tan adorables, especialmente en Navidad. Dejar el teléfono a un lado y observar sus caritas mientras mezclaban la masa de las galletas fue una recompensa para mí. Maravillarme junto a ellos ante los copos enormes que se acumulaban en el pasto fue despertar con la mente clara por primera vez en años.
Durante esa semana entre Navidad y Año Nuevo, algo cambió. Al ir acostumbrándome a mirar a mi pequeña familia con atención y ternura —en lugar de preparar el corazón para la tensión y el desorden que antes consideraba “normal” en las reuniones familiares— descubrí algo inesperado.
Descubrí que todo a mi alrededor era sencillo, bueno, libre y lleno de vida. Descubrí que estaba viviendo la vida que mi yo más joven había soñado. Descubrí que Dios había sido bueno, profundamente bueno. Había cuatro ojos azules enormes que se abrían con asombro ante el árbol resplandeciente. Dos mejillas sonrosadas que debía proteger del frío mientras rodábamos riendo por el patio nevado. Un esposo con una risa contagiosa y unos brazos fuertes que son, para mí, un hogar.
Cada vez que miraba a mi alrededor y me detenía a saborear las circunstancias en las que Dios me había colocado, sentía más paz, más energía, más alegría. Me sorprendía queriendo compartir esas extenuantes fiestas de baile con mi hija al ritmo de Jingle Bell Rock por décimo quinta vez en el día. Pude volcar aún más amor y atención en mi familia, y experimenté una alegría multiplicada por diez.
Alegría, un don del Espíritu
El gozo es un fruto del Espíritu Santo: una serenidad profunda que nace del amor y la confianza en Dios, y que nos permite vivir plenamente el presente.
La alegría de la Navidad es aún más grande porque revivimos un momento eterno: el Dios de los cielos ha visto nuestra fragilidad, ha entrado en el tiempo, ha roto la espiral descendente de la historia y nos ha rescatado.
La verdadera alegría navideña consiste en contemplar, con asombro y gratitud, cómo esta realidad se hace visible ante nuestros ojos cada día.
¿Quieres experimentar ese gozo profundo esta Navidad? Detente y mira.
Mira cómo brilla la nieve con la luz del sol de la mañana. Millones de copos de hielo, cada uno distinto, son nada para el Dios que cubrió el mundo con cristales diminutos solo para deslumbrarte.
Mira el rostro de tu hijo, no solo su superficie. Tal vez no siempre te mire con tanta atención. ¿Qué ves? ¿Qué hay detrás de sus palabras, de sus quejas, de sus peticiones? ¿Qué acto generoso de Dios te confió el cuidado de esa alma en crecimiento? ¡Qué increíble verlo pasar de ser un bebé indefenso a un pequeño protector en formación!
Contempla ese árbol tan hermoso, cómo la luz suave de las series se refleja en la oscuridad y cómo las sombras bailan sobre las paredes.
Escucha la voz de tu hija. ¡Qué mente tan fascinante revelan sus palabras! Qué corazón, tierno y valiente a la vez, que solo desea amar y ser amado. Qué bendición esa voz melodiosa que da vida a tu hogar antes de salir a iluminar el mundo.
Siente ese diminuto guantecito en tu mano mientras patinas con tu pequeño. Deja que el aire frío acaricie tu rostro.
Respira profundamente el incienso en la Misa de Nochebuena y deja de cantar por un momento para prestar atención a la atmósfera sagrada. Relaja los hombros. Ni siquiera los niños más inquietos perturban al príncipe de la paz. Esta comunión es para ti y tu familia. Aquí es donde el cielo toca la tierra. Permite que tus hijos vean a su padre o madre entregarse, con confianza, al Niño Dios.
Comparte un instante con tu esposo o esposa mientras toman chocolate caliente, sin importar si los niños ya están dormidos o no. Deja que su voz o sus ojos sean tu mundo entero por unos minutos preciosos.
Y luego, deja que esa alegría desbordante se derrame sobre los demás. Que esa atención amorosa inspire una nueva manera de vivir las fiestas: escuchar de verdad al desconocido en la posada o en la fiesta, unirte a los gritos de emoción de tus hijos cuando pasa santa por el desfile, invitar a un amigo a compartir una galleta y disfrutar juntos del sabor y el calor.
Y cuando alguien te pregunte qué ha cambiado, por qué te ven más tranquilo, más presente, más alegre, responde con gozo la razón de tu esperanza: Jesucristo.

