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miércoles, abril 16, 2025
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Un nuevo amor en nuestros corazones: la caridad

Por el padre José Noriega, D.C.J.M.
Profesor del seminario St. John Vianney

 

¿Qué ves cuando ves a un padre de familia católico pasar tiempo con su hijo y sacar a relucir la grandeza que hay en él?

¿Qué ves cuando ves a un marido católico viviendo para su mujer con creatividad y construyendo juntos una familia?

¿Qué ves cuando ves a una persona que perdona a su enemigo después de una dolorosa ofensa?

La respuesta de san Agustín es clara: “Ves la Trinidad si ves la caridad”.

Esto es verdad porque el amor humano refleja la Trinidad: el amante (el Padre), el amado (el Hijo) y el amor mismo (el Espíritu Santo). Pero aún más, es verdad porque si ese padre, esa esposa y ese hombre son cristianos y viven en gracia, entonces aman con el amor divino que habita en su amor humano. La tradición cristiana ha dado a este amor un nombre especial: caridad.

Hoy, reducimos la caridad a las obras de caridad que hacemos por los demás. Ciertamente, también estas son caridad. Pero la caridad es algo mucho más grande: no solo indica una acción, sino el amor que Cristo nos ha dado, que por la gracia se convierte en nuestro amor e inspira una nueva vida con una amplia variedad de acciones. La caridad no es solo el amor que Cristo tiene por nosotros, sino el amor que él nos da; no es solo el amor que él nos manda tener por los demás en los dos “principales mandamientos” sino el amor que nos permite cumplir esos mandamientos. Por sí sola, esta enseñanza habría sido un ideal imposible de alcanzar. Nos habríamos quedado estancados en la tensión de amar a Dios por encima de nosotros mismos y al prójimo como a nosotros mismos. Pero, gracias a Dios, Cristo no solo nos enseñó un amor nuevo, sino que nos dio este nuevo amor, su amor, el amor que lo movía a amar al Padre y a amarnos a nosotros. Este amor —la caridad— hace posible amar a Cristo y al prójimo.

El amor de Cristo

¿Cómo era su amor? Un amor humano que sabía de afecto y corporeidad, de sentimientos y relaciones, de decisión y de verdad. El Espíritu Santo movió y encendió este amor: “Por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios” (Hb 9, 14). El mismo Espíritu que movió el corazón de Jesús para entregarse tan completamente es el que Cristo nos da. Su Espíritu Santo, que habita en nosotros, también puede movernos y encendernos. El Espíritu exclama en nuestro corazón: “¡Abba, Padre!”, y nos acerca al corazón del Padre. Ese mismo espíritu puede movernos a entregarnos al Padre como lo hizo el mismo Cristo. Así, el Padre reconoce a su Hijo en cada uno de nosotros. Y los demás, al ver nuestro amor —nuestra caridad— por los demás, reconocen que somos discípulos del Señor.

El gran monje san Máximo el Confesor notó esa misma dinámica en el siglo VII: “Muchos han hablado sobre el amor, pero después de buscarlo, lo he encontrado solo entre los discípulos de Cristo”.

Por lo tanto, recibimos de Cristo no solo una enseñanza magnífica o una ley más perfecta, sino un amor nuevo. Reflexionando sobre las palabras de Cristo en Juan 15, 15 —“Ya no los llamo siervos, sino amigos”— santo Tomás de Aquino vio que Cristo podía llamarnos amigos no porque simplemente tuviera un sentimiento de empatía con nosotros o porque nos “sintiéramos” amados por él. Para el teólogo medieval, la esencia del amor no estaba en los sentimientos, sino en nuestra participación en la bienaventuranza de Dios; por medio del Espíritu Santo, somos hechos partícipes de la felicidad de Cristo. Lo propio de los amigos no son los sentimientos que tienen, pues los sentimientos son como una chispa que va y viene. Lo esencial de los amigos es que comparten sus dones: uno comparte con el otro lo que es y lo que tiene en reciprocidad. Y Cristo es el modelo perfecto de esto; no solo nos ha dado a conocer todo lo que ha oído del Padre, sino que nos ha hecho partícipes de todo lo que ha recibido del Padre: “Les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17, 22).

La caridad como intercambio de amor

El intercambio de amor que el Padre y Cristo tuvieron en el Espíritu es el intercambio de amor que Cristo tiene ahora con nosotros gracias al mismo Espíritu. Con esta gracia del Espíritu, aquel padre, aquel esposo y aquel amigo, quienes ahora aman como cristianos, amen también con el amor de Cristo. No sólo con su amor humano, es decir, con su amor paternal o conyugal, o amor de amistad, sino con el amor de Cristo, con la caridad. Un fuego habita en sus corazones, como habitaba en el corazón de Cristo. Y este fuego no solo da una nueva fuerza, una energía insospechada, sino que da una nueva calidad a nuestro amor, una dirección única y precisa.

La caridad nos mueve y nos orienta a amar a Dios como fin último de nuestra vida, él que ha conquistado nuestros corazones, nos atrae hacia sí y nos llama a unirnos a él. Al mismo tiempo, la caridad nos mueve a amar a las personas para que puedan realizar su vida en Dios, para que también ellas puedan unirse a Dios en la fragilidad de nuestra comunidad terrenal. Así, no hay división entre amar a Dios y amar al prójimo, porque cuando amamos al prójimo, lo amamos no solo para que viva una vida feliz, sino para que pueda realizar su vida en Dios, para que la gloria de Dios brille en él también ahora.

La caridad engrandece el corazón de ese padre y lo ayuda a amar a su hijo para que su hijo pueda realizar su vida en Dios, no solo en la vida eterna, sino también aquí en la tierra, en la comunión familiar.

Engrandece el corazón del esposo y de la esposa y los ayuda a vivir el uno para el otro en una reciprocidad creativa de su amor conyugal, no solo en la vida eterna, sino también en la tierra. El amor conyugal se transforma así en caridad conyugal, como decía san Juan Pablo II, y así el matrimonio se convierte en lugar de alianza con Dios, canal de las gracias divinas.

Quien ama y perdona a su enemigo no pone simplemente la otra mejilla, sino que, más aún, su amor y su perdón serán como los de Cristo, porque participan realmente de él. Así como Cristo murió por nosotros cuando todavía vivíamos en la impiedad y enemistad con Dios (Rm 5), nuestro perdón amoroso puede generar nueva vida, transformando a los enemigos en amigos.

Quien ama y perdona viviendo en gracia manifiesta el amor que ha recibido de Cristo; así, su amor y su perdón pueden transformar al enemigo en amigo. “Donde no hay amor, pon amor y cosecharás amor”, decía el poeta místico san Juan de la Cruz.

Cuando el Espíritu de Cristo entra en el corazón humano, hace que nuestros amores sean verdaderos y santos, capaces de santificar, incluso de deificar. Esta es la verdadera amistad y caridad cristiana.

Este es el amor que transforma a las personas, a las familias, a la sociedad. Este amor se desborda en nosotros en la Eucaristía. Allí no tenemos ninguna duda: “Mi cuerpo por ti”, que significa que Dios nos ama hasta el extremo. Son palabras claras que nos hacen ver la inmensidad de su amor. Y quien dice “amén” y recibe el Cuerpo de Cristo se deja llevar por el dinamismo de su amor para decir a su hijo, a su esposa, a su enemigo: “Mi cuerpo por ti”, “mi vida por ti”, “mi tiempo por ti”, “mis recursos por ti”.

Si ves este amor, ves la Trinidad.

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