Nota del editor: Este mes se cumplen 26 años de los trágicos sucesos en la escuela preparatoria Columbine en Littleton. Sin embargo, la necesidad de sanación, esperanza y fe sigue siendo tan fuerte como siempre. En 1999, 12 estudiantes y un profesor perdieron la vida. En el 2025, se cobró otra víctima, lo que elevó el total a 14 muertos. En esta reflexión, el diácono Ernie Martínez aporta una perspectiva única sobre la tragedia y su impacto perdurable, tras haber servido como detective de la policía de Denver y haber acudido al lugar de los hechos ese fatídico día.
Por el diácono Ernie Martínez
Siempre he apreciado el Evangelio de Lucas, en particular Lucas 21, 5-19, que me llega profundamente cada abril. El padre Pierre Teilhard de Chardin, SJ, dijo una vez: “El mundo pertenece a quienes le ofrecen una mayor esperanza”.
Esta verdad me impactó profundamente, especialmente a la luz de una tragedia que resurge en mi memoria cada año: un día que conmocionó a nuestra comunidad y dejó heridas profundas: el tiroteo en la escuela preparatoria Columbine en Littleton.
En ese momento, dirigía un equipo de detectives del Departamento de Policía de Denver cuando las ondas de radio sonaron con una llamada escalofriante: «Atención a todas las unidades, tenemos disparos en la escuela preparatoria Columbine… estudiantes heridos… se solicita la respuesta de todas las unidades disponibles».
Sin dudarlo, acudimos al lugar de los hechos. Los agentes del orden están entrenados para las crisis, pero nada te prepara para ver estudiantes aterrorizados, cuerpos heridos y una comunidad destrozada en un instante. El caos y el miedo llenaban el ambiente mientras trabajábamos junto a otros socorristas, cada uno de nosotros haciéndonos la misma pregunta silenciosa: ¿Dónde está Dios en esto? ¿Cómo puede haber esperanza en medio de tanta maldad?
No lo comprendí del todo en aquel entonces, pero a través de la fe he llegado a comprender que Dios estaba realmente presente. Estuvo presente en la valentía de los maestros que protegían a sus alumnos, en las manos de los socorristas que consolaban a los asustados, y en el abrazo de los padres que se reencontraban con sus hijos. Incluso en los momentos más oscuros, Dios ofrecía esperanza a través de su Hijo, Jesucristo.
Un mensaje de Dios en medio de la tragedia
En tiempos de devastación, es fácil sentirse abrumado por el sufrimiento. Sin embargo, si escuchamos atentamente el evangelio, percibimos dos mensajes profundos: paciencia en la oración y esperanza en la expectativa.
El Evangelio de Lucas habla al pueblo que sufre persecución. Vemos una dinámica apocalíptica similar en el Libro de Daniel, escrito durante la opresión del pueblo judío bajo Antíoco, así como en las visiones de Ezequiel y el Apocalipsis. El Evangelio de Lucas, escrito después de la destrucción del Templo de Jerusalén y de la propia Jerusalén, también aborda este tema.
A primera vista, las escrituras apocalípticas como el Evangelio de Lucas pueden parecer mensajes de fatalidad. Pero en realidad, son mensajes de perseverancia y confianza, recordatorios de que incluso en el peor sufrimiento, el Reino de Dios triunfará.
La mayoría de las personas nunca experimentarán en primera persona el horror de la delincuencia callejera o un tiroteo en una escuela, pero la tragedia afecta a todas las vidas de alguna manera. Ya sea por una pérdida personal, violencia o incertidumbre, todos enfrentamos momentos en los que la esperanza parece lejana. Los socorristas, como los policías, a menudo se endurecen ante el mal que presencian. Es una forma de sobrevivir. Pero el evangelio nos llama a algo más; nos llama a reconocer que incluso en el sufrimiento, la transformación es posible.
Luz que irrumpe en la oscuridad
El Cántico de Zacarías lo expresa hermosamente: “Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte, y de guiar nuestros pasos por el camino de paz” (Lucas 1, 78-79).
Esta es la promesa de Cristo: él es la aurora que irrumpe en la noche. La sanación no siempre llega rápidamente, pero llega. Llega a través de la fe, del amor que nos brindamos unos a otros y de las acciones que tomamos para reconstruir lo que se rompió.
Desde Columbine, hemos visto el surgimiento de ministerios, programas de extensión e iniciativas de seguridad escolar que buscan prevenir este tipo de tragedias y apoyar a quienes han sufrido pérdidas. Desde la terapia de duelo hasta las vigilias comunitarias, desde las reformas de seguridad escolar hasta la extensión religiosa, la respuesta ha sido de resiliencia y cuidado. Estos esfuerzos son signos vivientes de esperanza. Nos recuerdan que, si bien existe el mal, también existe una profunda bondad.
Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, seguimos siendo testigos de la desgarradora realidad de que los tiroteos escolares y otros actos de violencia continúan. Por imperfectos que sean nuestros esfuerzos humanos, no debemos desanimarnos. Nos aferramos a nuestra fe, sabiendo que Dios nos guía a través de la oscuridad del mal y la tragedia hacia su luz maravillosa. Recordamos las palabras de san Pablo:
“Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No han sufrido tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas. Antes bien, junto con la tentación les proporcionará el modo de poder resistir con éxito” (1 Cor 10,12-13).
Llamados a ser portadores de esperanza
Al transitar este año, consagrado como Año de la Esperanza en la Iglesia, debemos preguntarnos: ¿Somos un pueblo lleno de esperanza?
Las palabras de Teilhard de Chardin nos recuerdan que nuestra respuesta a esta pregunta moldea el mundo que nos rodea. Es tentador sentirse impotente, creer que nuestros esfuerzos individuales no pueden marcar la diferencia. Pero no es así. Cambiamos el mundo ofreciendo esperanza, ofreciendo un encuentro con Cristo.
Cada interacción, cada palabra, cada gesto de bondad o aliento transmite un mensaje. ¿Propagamos desesperación o proclamamos esperanza? ¿Buscamos señales de que el mundo se está desmoronando o trabajamos para restaurarlo?
La esperanza no es pasiva; es cooperación activa con la gracia de Dios. Es reconocer el quebrantamiento y creer en la sanación. Es lamentar la pérdida y elegir el amor. Es ver la oscuridad y llevar adelante la luz de Cristo.
Esperanza que restaura
El papa Francisco, en su homilía del Miércoles de Ceniza de este año, expresó con gran belleza esta verdad:
“Las cenizas nos recuerdan, pues, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a las profundidades del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre… Esta esperanza, hermanos y hermanas, es la que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos condenados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana”.
No estamos destinados a vivir en la desesperación. Estamos llamados a la esperanza. Estamos llamados a ser las manos y los pies de Cristo en un mundo quebrantado. Ya sea a través de pequeños actos de bondad o grandes obras de justicia, nuestras vidas deben ser testimonio del poder del amor de Dios.
Ninguna tragedia, ningún sufrimiento, ninguna oscuridad puede vencer la luz de Cristo. Cuando vivimos como personas de esperanza, hacemos más que soportar dificultades; Contribuimos a transformarlo. Y al hacerlo, formamos parte de la gran promesa de Dios: que el amor, al final, siempre prevalecerá.