Por Allison Auth
Siempre me ha parecido fascinante y misterioso el pasaje de la escritura en Lucas 1 sobre la Anunciación. Después de que María da su fiat, su sí, el Espíritu Santo la cubre con su sombra y, ¡listo!, queda encinta del Señor.
No estoy segura de entender exactamente cómo sucede eso, aunque últimamente he tenido algunas intuiciones. La idea de “cubrir con la sombra” me parecía un poco vaga hasta que la escuché relacionada con la Transfiguración. En ambos acontecimientos se utiliza el verbo griego episkaios, que se traduce como “cubrir con su sombra”.
En la Transfiguración, en Lucas 9, Jesús pidió a Pedro, Santiago y Juan que subieran con él al monte. Las vestiduras de Jesús se volvieron deslumbrantes; aparecieron Moisés y Elías, y una nube los cubrió. Ahora bien, la versión de la Biblia que hemos escuchado durante décadas en la Misa dominical describe «una nube que los cubrió”. Pero la traducción revisada católica en inglés dice: “Una nube vino y los cubrió con su sombra; y tuvieron miedo al entrar en la nube” (Lucas 9, 34). Esa parte de “entrar en la nube” se me había pasado por alto, porque yo imaginaba nubes en el cielo proyectando una sombra. Pero ahora, al conectar ese “cubrir con la sombra” con la Anunciación, el significado se vuelve mucho más profundo.
Otra posible traducción de episkaios es “envolver”, lo cual tiene más sentido en estos dos pasajes. La nube de la gloria de Dios, el poder y la presencia del Altísimo, envuelve e impregna a María en la Anunciación. De modo semejante, los discípulos entran en la nube de la gloria en la Transfiguración. Imagínalo: mientras la nube te envuelve y la gloria de Dios te abraza, estás en unión con Dios. Estar envuelto en una nube es como quedar rodeado por una neblina. Y como una nube está compuesta esencialmente por diminutas gotas de agua, puedes imaginar esa bruma adhiriéndose a tu cabello, a tu piel y a tu ropa como un abrazo húmedo.
Luego, una voz sale de la nube, la misma en la que los discípulos estaban envueltos. ¿Desde dónde se escucharía esa voz? Yo la imagino por todas partes, como un sonido grave que se siente en el pecho. Sabrías que estás inmerso en la presencia de Dios, envuelto y entrelazado en la nube de su gloria. Esta inmersión total es la manera en que María puede quedar encinta del Verbo que procede de la nube de la presencia de Dios: es una unión total.
La idea de una nube que envuelve a una persona me recuerda una historia de cuando mi esposo y sus amigos quedaron atrapados en una tormenta eléctrica en la cima del monte Princeton. Aunque las tormentas son comunes en las montañas por las tardes de verano, no suelen aparecer de la nada a las diez de la mañana. Y cuando se llega a la cima, por encima de la línea de árboles, no hay dónde esconderse del peligro de un rayo. La única esperanza es perder altura rápidamente para volver a la zona arbolada.
Esa mañana en particular, cuando se dieron cuenta de que se aproximaba una tormenta, mi esposo fue el primero en deslizarse montaña abajo lo más rápido posible. Él no tiene cabello, pero los otros dos hombres dijeron que sentían un cosquilleo en la piel y que se les erizaba el cabello. La electricidad impregnaba el aire, envolviendo sus cuerpos. Gracias a Dios, lograron bajar sanos y salvos, pero el peligro era real. Para mí, así sería una nube de la presencia del Señor: emocionante, envolvente, eléctrica y ligeramente aterradora.
La presencia del Señor en una nube no es algo nuevo en estos dos pasajes, ya que la nube aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento. Cuando Moisés recibió los Diez Mandamientos en la cima del monte Sinaí, una nube espesa descendió sobre el monte, acompañada de truenos y relámpagos. “Todo el monte Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. El humo ascendía, como si fuera el de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte. Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (Éxodo 19, 18-19).
Mientras los israelitas peregrinaban por el desierto, Dios les indicó que construyeran una tienda de campaña llamada el tabernáculo. Cuando el tabernáculo quedó terminado, la nube lo cubrió y la gloria del Señor llenó la morada (Éxodo 40, 34). Esta sombra anticipa el nuevo Arca de la Alianza, María, cuando es envuelta por la presencia de Dios en la Anunciación, y nos da luz sobre nuestro propio camino de unión con el Señor. El arcángel Gabriel le dice a María que el Espíritu Santo vendrá sobre ella con el poder del Altísimo (el Padre), y que el Hijo de Dios (Jesucristo) habitará en ella. María experimenta la inhabitación de la Trinidad, que es el destino de todos los bautizados.
Ahora llevemos esta reflexión a nuestra experiencia de Navidad: la Encarnación lo cambió todo. Dios se hizo hombre para habitar con nosotros y ahora recibimos el don de su propio Cuerpo en cada Misa. Porque él se humilló tomando forma de niño y ahora forma de pan, ya no tenemos que temer ni estremecernos ante el humo y el trueno de la nube de la gloria.
Sin embargo, si somos capaces de imaginarnos cubiertos por la sombra en la presencia de la Eucaristía, con truenos, humo y fuego, despertaremos a la realidad de quién verdaderamente está ante nosotros, deseando habitar dentro de nosotros.
Ser cubiertos por la sombra del amor no es algo reservado solo para María, Pedro, Santiago o Juan. Es posible para cada uno de nosotros cuando damos nuestro fiat, nuestro sí, y la Trinidad viene a habitar en nosotros. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Juan 14, 23). Habitar con Dios, ser uno con él y que él permanezca en nosotros para siempre: ese es el fin de nuestro amor.
Esta es una buena noticia. ¡Es una noticia llena de alegría! Él ha venido a habitar en nosotros. No tenemos que tener miedo.
Dios está con nosotros: Emanuel.
Extracto adaptado de un próximo libro, Ineffable, que será publicado por Sophia Press en otoño de 2026. Todos los derechos reservados.

