Al mirar hacia atrás en mi vida, me lleno de gratitud al Padre que me ha concedido tantas gracias y bendiciones. Él realmente me buscó cuando estaba perdido y me acercó al amor compartido entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, especialmente a través de la belleza. La belleza me ha revelado la grandeza de Dios, que alguien ha provocado lo bello de la creación y que no es simplemente un accidente.
Digo con plena convicción: mi vida es un mero don, y el Señor ha sido generoso conmigo. Me ha enseñado que la conversión es un camino que dura toda la vida. En esta edición de testimonios de El Pueblo Católico, me alegra compartir con ustedes algunos momentos clave en mi vida donde Jesús reveló su amor y me llamó a la conversión.
Cuando era joven, dos libros cambiaron mi vida. El primero fue El costo del discipulado de Dietrich Bonhoeffer. Cuando lo tomé, era estudiante universitario en la Universidad de Colorado Boulder, alejado de la Iglesia y viviendo un estilo de vida típico del mundo. Al sumergirme en las ideas de Bonhoeffer, me impactó el concepto de gracia barata versus la gracia cos[1]tosa. La gracia barata significa que la salvación que Jesús nos ofrece no nos cuesta casi nada. No necesitamos convertirnos, arrepentirnos, cambiar de vida, renunciar a nada ni reconocer o evitar el pecado. Es barata. ¡Pero la gracia es costosa! El precio de la salvación lo es todo; toda tu vida. El precio para seguir a Jesús como su discípulo no podría ser más alto.
Mientras meditaba este concepto, el Espíritu Santo comenzó a convencerme de la realidad de Jesucristo. Ya no podía ver a Jesús solo como una figura histórica para estudiar o solo un buen hombre. Supe que Jesús era la verdad y que él era la única persona que podía perdonar el pecado y ofrecer la vida eterna. El Espíritu Santo también me hizo consciente de que el llamado de Jesús a seguirlo es tan real hoy como lo fue para los apóstoles. Significa dejarlo todo para seguir a Jesús.
Supe que tenía que responder a la invitación de Jesús. Fue en ese momento cuando decidí seguir a Jesús como su discípulo y comencé a soltar mis ambiciones mundanas. El versículo que asocio con esta experiencia viene del Evangelio de Juan: “Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos; conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Juan 8, 31-32). El Espíritu Santo me convenció de la verdad de Jesucristo, y eso abrió la puerta para comenzar a caminar en libertad con la Santísima Trinidad, un camino que continúa hasta hoy.
El segundo libro que impactó radicalmente mi vida fue Confesiones de San Agustín, que leí por primera vez en el seminario. Lo que me impresionó fue la famosa frase: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. La inquietud que san Agustín describía resonó profundamente en mí porque experimentaba mucha inquietud en muchas áreas de mi vida. A través de san Agustín, Jesús me invitó a una manera de relacionarme con Dios. Me mostró que mi inquietud era consecuencia de no descansar en él, de no permanecer en él.
La imagen de la vid en Juan 15 se volvió muy importante para mí en ese momento porque iluminó una nueva forma de vida y una manera de enfrentar mi inquietud. Hasta el día de hoy, el misterio de permanecer y descansar en Cristo sigue desarrollándose en mi vida. Me ayuda a responder y enfrentar las tentaciones, las dificultades de la vida y el caos del mundo. Cuando no se da fruto, debo preguntarme: “¿Dónde no estoy permaneciendo en Jesús? ¿Dónde desea el Padre podarme?”.
Como mencioné antes, la conversión sigue profundizándose a lo largo de toda nuestra vida. Para demostrarlo, quiero compartir un don increíble de gracia que recibí como obispo. En el 2004, hice mi primer retiro de silencio de 30 días. Había estado creciendo en la práctica de la espiritualidad ignaciana, participando en varios retiros de ocho días donde experimenté los ejercicios espirituales. Este retiro fue una fuente abundante de gracia y una conversión más profunda. A través de los ejercicios, experimenté una nueva profundidad en mi relación con el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y María. Una gracia se convirtió en el tema central del retiro y ha permanecido conmigo desde entonces. El tema es la entrega.
Al principio del retiro, decidí ir a una nevería. Mientras esperaba en la fila, escuché una conversación intensa que una pareja joven tenía. Para mi sorpresa, estaban hablando de la Eucaristía. La mujer preguntaba a su pareja sobre la adoración, y el joven testificaba sobre el poder y el beneficio de pasar tiempo ante el Señor. Con curiosidad, seguí escuchando para ver cómo se desarrollaba la conversación.
En un momento, el hombre compartió que él y sus amigos iban en silencio a la adoración para prepararse. Sorprendida, la mujer preguntó: “¿Por qué harías eso?”. Él respondió: “Porque vamos a encontrarnos con el Señor, y debemos estar preparados para entregarnos a él. Todo está en la entrega de nosotros mismos a él”.
El Espíritu Santo me animó con esas palabras. Sentí un profundo júbilo y gratitud por el joven y esperanza por la pareja. Tuve una conciencia profunda de mi dependencia de Dios y de la necesidad de entregarme por completo a su plan y providencia. La gracia de la entrega llenó el resto de mi retiro y, de muchas maneras, sigue caracterizando el corazón de mi ministerio como obispo. “Todo está en la entrega” resuena en mi corazón.
Estoy muy agradecido con Dios por estos momentos de conversión. En cada uno, él me dio exactamente lo que necesitaba para acercarme más a él. En cada conversión a la que Jesús nos llama, él nos cambia y nos impulsa hacia nuestro hogar celestial. La gracia que recibimos no queda en el pasado, sino que sigue desplegándose.
Para mí, predico regularmente y animo a otros con Juan 8, 31-32. La imagen de la vid, Juan 15, que se volvió muy importante para mí a lo largo de los años, es la imagen clave para entender la misión de la Arquidiócesis de Denver. El llamado a la entrega ha sido el tema de notas pastorales, retiros, la tarjeta de oración de la novena de la entrega enviada a todas las parroquias y muchas otras iniciativas que han sido fuentes de gracia durante mi tiempo como obispo.
La conversión es un camino de toda la vida, y la gracia inagotable de Dios sigue desplegándose y creciendo a medida que seguimos diciendo sí a Jesús. Por gracia y por el amor eterno de la Trinidad, nuestros corazones descansan en Jesús y clamamos con san Pablo con toda humildad y asombro: “Estoy crucificado con Cristo: yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí” (Gálatas 2, 20).