Querido lector:
Tardé demasiado en escribir esta nota. Me gustaría decir que lo único que me previno fue el hecho de que mis últimas semanas como editor de El Pueblo Católico estuvieron llenas de reuniones y preparaciones para que la vida del próximo editor fuera más fácil. En medio del ajetreo, no llamé a las personas que quería llamar ni me despedí como pensaba hacerlo. Todo paso demasiado rápido. Aún así —lo confieso—, podía haberme encerrado en la oficina para escribir esta nota, esta carta, que ahora escribo…, pero no lo hice.
Si algo quiero comunicar con esta espera aparentemente insignificante es el simple y sincero hecho de que El Pueblo Católico en realidad me importaba. Mi importaban ustedes, nuestro pueblo hispano, nuestra Iglesia, nuestra misión. Y a veces las cosas que valen la pena deben esperar un poco hasta que se hayan asentado en el corazón. Yo siempre consideré este trabajo un llamado de Dios e intenté realizarlo con empeño y fidelidad a pesar de mis tropiezos. Pero antes de compartir lo que ha significado para mí esta responsabilidad y lo mucho que ha crecido mi aprecio por ustedes, me atreveré a ser un poco vulnerable.
Aquel viernes de marzo, después de enviar mi último correo electrónico como editor de El Pueblo, por fin se apoderó de mí lo que en mi prisa había ignorado. Una sensación de melancolía me llevó al pie del crucifijo en mi oficina, y de rodillas le ofrecí al Señor estos casi cinco años de trabajo. Fue entonces que me percaté de forma más clara de algo que había marcado mi trabajo como editor. Al entregar el obsequio de mi trabajo, no pude hacerlo como una persona que regala un objeto valioso y espera una reacción de sorpresa. Al contrario, me di cuenta de que lo hacía como aquel niño que no tenía dinero pero que de alguna manera había encontrado la manera de obsequiar algo a sus papás. Por ello, presenté mi ofrenda al Señor con el deseo de que le fuera agradable, aunque sabía que estaba lejos de ser perfecta.
Lo digo porque esta misión ha comportado para mí una aventura de penas y alegrías, de tesoros y pobrezas. Por un lado, he tenido la gracia de ver el potencial de El Pueblo Católico, lo que podría llegar a ser para el bien de nuestro pueblo hispano. Por otro, he comprendido con más agudeza mi propia pobreza y las limitaciones a las que me enfrentaba. Con el tiempo, el ímpetu juvenil y explosivo con el que había comenzado dio lugar a un esfuerzo más maduro y firme basado en la constancia, el crecimiento continuo y una confianza más grande en el Señor. Aún así, en medio de mis responsabilidades, siempre guardaba la impresión de que había mucho más por hacer y de que parecía imposible realizarlo.
Enfrentarme con estos obstáculos y considerar lo mucho que ustedes ponen por obra en sus ministerios llevó a que me replanteara la estrategia de El Pueblo. Esta renovada apreciación es algo que atesoro con alegría. Llegué a valorarlos más a ustedes que día tras día trabajan arduamente por llevar a Cristo a los demás. Me refiero a ustedes, sacerdotes y fieles, que sirven a Cristo en su parroquia, en su ministerio, en su movimiento, en su hogar… Su labor es grande y única. Gracias a ella, logré ver con claridad que El Pueblo Católico no podía ser algo independiente y apartado de ustedes. Ustedes ya muestran el rostro de nuestro Señor al que sufre, al enfermo, al que está desesperado, al que no sabe cómo romper las cadenas de la adicción, al que no encuentra salida a sus problemas. Me voy con el ejemplo que me han dejado y pido por ustedes y su misión.
Agradezco a Dios por la gran oportunidad que me brindó de haber sido servidor suyo a través de la revista, las entrevistas en video, los artículos y los cientos de trabajos del día a día. Espero que de alguna manera les hayan ayudado a crecer en el amor y conocimiento de nuestro Señor y de su Iglesia. En muchas ocasiones tuve la dicha de ver los frutos de nuestra labor. Esto se debe también al admirable trabajo de mis compañeros de la Oficina de Comunicaciones, por el que estaré siempre agradecido. Pero la riqueza más grande que me llevo es a nivel personal. El Señor verdaderamente me transformó en estos casi cinco años. Y creo que mi trabajo ahora le es mucho más agradable, porque es más puro y sincero.
Ahora me ha llamado a una nueva misión con Exodus, o Exodus 90, una aplicación católica para hombres que tiene el objetivo de ayudarles a encontrar la verdadera libertad en Cristo. Este programa les da las herramientas para que puedan convertirse en los padres, esposos, hermanos, hijos… que Dios quiere que sean. Creo que uno de los problemas más grandes de nuestra sociedad y nuestra Iglesia es la falta de hombres dispuestos a amar a sus esposas y a sus hijos como Cristo: entregándose por completo. Exodus les ayuda a librarse de adicciones y ataduras a través de la oración, el ascetismo y la fraternidad para que puedan entregarse por completo. Aunque ahora solamente ofrece un programa en español, tengo la esperanza de un día poder modificarlo junto con otros para nuestro pueblo hispano, que se beneficiaría mucho de él.
Con esto, me despido, mi querido pueblo católico de Denver. Ha sido una gran bendición haber servido a su lado durante este tiempo. Pido que se unan a mí en oración por el próximo editor, quien sea que Dios llame, para que El Pueblo Católico dé mucho más fruto del que ha dado y por nuestra querida arquidiócesis de Denver.
Con mucho cariño,
Vladimir Mauricio-Pérez