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jueves, septiembre 25, 2025
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Jesús nos da exceso para que otros tengan acceso

El éxito mundano prometía satisfacción, pero me dejaba inquieto. Solo Jesús me dio libertad y vida en abundancia.

Por Tanner Kalina

Solo era un cigarro. ¿Cuál era el problema?

Lo tomé de mi amigo y lo encendí. Él sacó otro e hizo lo mismo. El humo que exhalamos danzaba y giraba frente a las luces de la ciudad extendidas abajo.

Estábamos en la fiesta de Navidad de un estudio de producción en las colinas de Hollywood, rodeados de algunos de los rostros más conocidos del mundo. Parte de mí sentía una conexión con mi amigo al aceptar su invitación de compartir un cigarro. Otra parte de mí se sentía cautivada por la idea de ser uno de los “chicos cool” en una reunión de los más cool. Pero otra parte de mí —una pequeña parte que trataba de ignorar— se sentía preso.

Preso de las opiniones de quienes me rodeaban.
Preso de mi miedo al rechazo.
Preso de mi sed de éxito.
Preso.

En el fondo, sabía que no era solo un cigarro lo que tenía entre los dedos. Ni siquiera fumaba.

En el fondo, sabía que mi “sí” a este cigarro reflejaba mis “sí” a otros compromisos más problemáticas. Sabía que estaba esclavizado a lo que la gente pensaba de mí y que, como resultado, ponía en riesgo mi vida una y otra vez.

Este cigarro estaba muy lejos de ser solo un cigarro; era el dardo que dio en el blanco de mi inquietud existencial.

Y esa fiesta era un microcosmos de mi vida. En el papel, estaba viviendo el sueño. Pero en la realidad, estaba completamente desgarrado. Era mil versiones diferentes de mí mismo para mil personas distintas, y nunca plenamente yo con nadie. Mi vida era llamativa, pero agotadora.

Desafortunadamente me tomó años de tropiezos en la industria del entretenimiento y de buscar en Hollywood la manera de saciar los anhelos profundos de mi corazón, hasta que mi vida llegó a un punto límite. Luché y me esforcé hasta que tuve que enfrentar la dura realidad de la vida: ningún nivel de éxito sería suficiente.

Ninguna cantidad de renombre sería suficiente.
Ningún círculo social sería suficiente.
Nada podría satisfacerme firme y plenamente.

Por la gracia de Dios, finalmente tomé la decisión firme de canalizar mi energía inquieta en encontrarme con el Señor y crecer en la fe que siempre había profesado, pero nunca realmente valorado.

No más compromiso.
No más valorar otras cosas y a otras personas por encima del Señor.
No más poner mi valor e identidad en otras cosas y en otras personas.

Iba a jugármelo todo por Jesús.

Me sumergí en la oración, asegurándome de pasar tiempo en silencio cada día con el Señor. Me sumergí en la Palabra y en el catecismo. Vi videos y leí artículos sobre enseñanzas de la Iglesia con las que había luchado. Desarrollé la rutina de confesarme con regularidad. Y dediqué más tiempo a hombres que también buscaban una relación con Jesús.

Lo que experimenté en los meses y años después de esa decisión crucial cambió el rumbo de mi vida para siempre.

No ocurrió de la noche a la mañana, pero poco a poco me sentí liberado de las diversas formas de inseguridad que me habían agobiado toda mi vida. Poco a poco fui creciendo en confianza en mí mismo, porque iba creciendo en confianza en aquel a quien pertenezco. Gradualmente me sentí libre para decir “no” cuando sabía que debía decir “no” y “sí” cuando sabía que debía decir “sí”.

Mi vida no se volvió perfecta, para ser claro. Ni de lejos. Hubo dificultades y sufrimientos en el camino (y los sigue habiendo), muchos sufrimientos y dificultades.

Pero una transformación lenta y sutil ocurrió en mi interior, una transformación muy real que me llevó a sentirme más yo mismo que nunca.

Y algo curioso pasó mientras esa transformación se desarrollaba.

Poco a poco, nuevos deseos brotaron dentro de mí y la necesidad de “triunfar” se fue apagando. Surgió un nuevo anhelo que ocupó el deseo de mi corazón: llevar a tantas personas como fuera posible a Jesús.

Comencé a hacer preguntas más profundas a mis amigos y a entablar conversaciones espirituales fructíferas. Jesús surgía más naturalmente en mis diálogos. Me volví más intencional en cómo pasaba tiempo con otros. Crecí mucho más en paciencia con seres queridos que pensaban distinto.

Quería que la gente experimentara lo que yo estaba experimentando.

En su encíclica sobre el mandato misionero de la Iglesia, Redemptoris missio, san Juan Pablo II escribió: “A la pregunta ¿Para qué la misión? respondemos con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación”. (RM 11).

Traducción: evangelizamos porque hemos experimentado la libertad que Cristo ofrece.

Más adelante en ese mismo documento, san Juan Pablo II dio otra razón a la pregunta, “¿por qué la misión?”:

“En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina”. (RM 11).

Traducción: evangelizamos porque hemos experimentado la plenitud que Cristo ofrece.

Al escribir estas columnas mensuales durante el último año, he intentado ofrecer pequeñas dosis de inspiración para que las hermosas personas de mi arquidiócesis abracen una vida en misión, para mover un poco la aguja de la actividad misionera en nuestras familias, parroquias y vecindarios. Pero la verdad humilde es que estas columnas no significan nada a menos que alguien haya bebido profundamente de la libertad y plenitud de Cristo y experimentado una transformación verdadera en su vida.

En Juan 10, 10, Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.” La palabra griega para “abundancia” es perisson, y puede traducirse como “exceso” o “más allá de lo necesario”.

Lo que lleva a la pregunta: ¿Jesús vino a darnos un exceso de vida? ¿De qué se trata eso?

Jesús vino a darnos un exceso de vida para que ese exceso pueda ser entregado a otros, para que otros puedan experimentar libertad y plenitud en sus vidas y convertirse en portadores de libertad para los demás.

Él nos da exceso para que otros tengan acceso.

Como una fuente de chocolate, Jesús vino a llenarnos para que podamos desbordarnos hacia otros, y luego ellos hacia otros, y así sucesivamente.

En Lucas 6, 45, Jesús dice: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, de su mal tesoro saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca”.

La evangelización ocurre cuando alguien recibe a Cristo en su vida, y la abundancia de ese encuentro brota hacia quienes lo rodean. Cuanto más me sumerjo en estrategias de evangelización y en tácticas misioneras, más convencido estoy de esta verdad simple: encontrarse con la libertad y la plenitud de Cristo es la única manera en que ocurre una evangelización significativa y fructífera.

Así que les ruego, queridos amigos de la arquidiócesis de Denver:

Corran hacia Jesús.
Anclen el peso completo de su identidad en él.
Aten su valor a su gloria infinita.
Experimenten la liberación y la plenitud que él quiere darles.
Reciban el exceso de vida que solo es posible a través de él.

Y luego, compártanlo.

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