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De la metanfetamina, marihuana y la miseria a la Misa: Testimonio de una adolescente rescatada por Dios

Las drogas no lograron matarla, pero el vacío casi lo hizo — hasta que Jesús la encontró y la salvó.

Por Clare Kneusel-Nowak 

Deseo insaciable

Desde pequeña, Liza experimentó lo que ella describe como una profunda sensación de vacío. Aunque desde fuera su infancia pareciera buena, recuerda sentir una soledad constante. 

«Siempre me sentí profundamente sola y vacía», compartió. 

Sus padres se divorciaron cuando ella era niña, y su padre se mudó a otro estado. Aunque su mamá era cariñosa y protectora, Liza sufría mucho. 

En sexto grado recurrió a las drogas y al alcohol para llenar ese vacío. Fumar y beber era la única forma en que podía sentir algo. 

«Me hacía sentir bien», dijo. 

Sus compañeros de secundaria les parecía cool porque sabía fumar, pero esa atención no podía sustituir el amor que anhelaba. Estaba intentando llenar un «vacío del tamaño de Dios» con sustancias y popularidad. Y en preparatoria empeoraron las cosas. 

«Persiguiendo al dragón» 

«Llegue a un punto en que probablemente bebía y fumaba marihuana cuatro veces por semana», contó. Liza se decía a sí misma que lo estaba manejando bien porque nadie sabía lo que hacía. 

En primer año de preparatoria, se encontró con un grupo de jóvenes que fumaban, se saltaban clases y compartían sus gustos musicales. Rodeada de consumidores, los experimentos peligrosos de Liza se intensificaron rápidamente. 

«Me había consumido por completo el deseo de ‘perseguir al dragón’ —así le llaman cuando intentas revivir la primera experiencia de estar drogado», explicó. 

Ese año, la marihuana y el alcohol ya no eran suficientes para Liza. 

«Nunca tuve miedo a nada, excepto a morir, pero eso se me quitó muy rápido. Estaba dispuesta a tomar la droga más fuerte que cualquiera pudiera darme», recordó. «Me daba igual morir. Tomaba lo que fuera que me hiciera sentir bien». 

Probó psicodélicos, analgésicos y cualquier otra sustancia que pudiera conseguir. Su mamá eventualmente la forzó a entrar a un programa ambulatorio, pero Liza encontró formas de evadir las sesiones. Luego llegó la pandemia. 

Durante ese tiempo, Liza comenzó a vender contenido en línea a cambio de drogas y alcohol, y mantenía relaciones con hombres mucho mayores a través del Internet. Su mamá la envió a otro centro de rehabilitación, pero Liza, que no tenía intención de cambiar, nunca permaneció sobria más de tres días fuera de ese entorno. 

«No tenía ningún deseo de mejorar ni de dejar las drogas, ni de enmendar mi vida… No tenía una brújula moral», confesó. «No sentía culpa ni remordimiento por lo que le estaba haciendo a mi mamá, a mi familia, ni siquiera por mí misma. No tenía ningún estándar moral… Me sentía completamente indiferente». 

Desesperada, su mamá la envió a vivir con su papá en Texas. Él la inscribió en una escuela en línea, pero ella no terminó. A pesar de no conocer a nadie, encontró la forma de seguir consumiendo drogas. 

«Un adicto siempre encuentra el modo», dijo. 

El periodo más oscuro 

Ese mismo año regresó a Colorado, donde la esperaban viejos amigos y drogas más fuertes. En el penúltimo año de preparatoria ya consumía cocaína y metanfetaminas, y robaba para mantener sus hábitos. 

«Ese fue el peor periodo de mi vida», recordó. 

Se sumergió en la subcultura de las drogas, rodeándose de personas que creía que podían darle lo que quería: atención, drogas y una sensación efímera de amor. 

«Quería atención y deseaba con desesperación ser amada. Le gritaba a cualquiera que me amara, que me prestara atención», dijo. 

A los 18 años, después de más intentos fallidos de rehabilitación, vivía con su tía. Incluso sus amigos que consumían drogas estaban preocupados. El comportamiento de Liza se volvía cada vez más peligroso. A veces impedía que sus amigos llamaran a una ambulancia, incluso cuando sabía que podía morir. 

Su tía le contó a su mamá, quien le dio un último ultimátum: rehabilitación o el albergue para personas sin hogar. 

«Acepté ir a rehabilitación de nuevo porque no quería estar en la calle», confesó. «Planeaba fingir hasta que terminara el periodo de incomunicación». 

El cristiano en abstinencia 

En ese centro, Liza conoció a un paciente que no soportaba: un cristiano lleno de una alegría inquebrantable. 

«Estaba completamente encendido por el amor de Cristo», dijo sobre aquel hombre que, aunque había sido golpeado por la vida, siempre sonreía y se mostraba feliz de conversar con cualquiera o hablar de Jesús. «Recuerdo pensar: ‘Esto es tan molesto’. No soportaba estar cerca de ese tipo». 

Durante la abstinencia, la mayoría de los adictos fingen estar bien hasta lograr estabilidad. Pero él no. A pesar de su sufrimiento, irradiaba una alegría sincera. 

«Pensaba: ‘Está bien, lo de Jesús está muy raro, pero si pudiera descubrir qué te hace tan feliz… Sé que no es realmente Jesús’”, decía. “Entonces, ¿qué es?». 

La alegría de él y de otros pacientes terminó convenciendo a Liza de quedarse. Por primera vez, se preguntó si realmente quería la sobriedad. Si él podía ser feliz en la sobriedad, quizá ella también. 

Cuando salió, siguió los 12 pasos. Nombró a Jesús como su “poder superior”, en gran parte para agradar a su madrina. 

«Estaba sobria físicamente, pero fumaba dos cajetillas de cigarros al día, me desvelaba y seguía siendo sexualmente activa», contó. «Incluso desde un punto de vista secular, no era una buena vida». 

Entonces una amiga la invitó a Arizona para comenzar de nuevo. En apariencia, su vida mejoró. Consiguió un auto, hizo nuevas amistades y se mantuvo sobria. Pero el vacío no desaparecía. 

«Por las noches, cuando estaba sola, sentía el mismo vacío profundo que sentía de niña», dijo. 

Tras un encuentro con la Santísima Virgen, Liza encontró el camino de vuelta a la Iglesia católica. (Foto: André Escaleira, Jr.)

Un último recurso

Llevaba dos meses viviendo en Arizona. Un día, recuerda, fue simplemente perfecto. 

«Todo lo que hubiera querido tener en un solo día», dijo. «Le dije buenas noches a mi roomie, entré a mi cuarto… y sentí un vacío aplastante como nunca en mi vida. Fue peor que cualquier cosa que haya sentido bajo el efecto de las drogas, en cuanto a desesperación —peor que mis momentos más bajos, como cuando dormía en un coche a -15 grados. Jamás había sentido algo así». 

Sentada en su cama, Liza fue invadida por una tristeza insoportable y un dolor desgarrador. Comenzó a temblar, incapaz siquiera de llorar. Era como si todo el dolor acumulado durante años por fin saliera a la superficie. 

«Pensaba: ‘He hecho todo lo que se supone que debía hacer para ser feliz, pero no siento propósito, ni logros, ni felicidad, nada'», recordó. 

Sintiendo un «asco por el pecado», miró a su mesita de noche y vio un rosario que le había regalado su mamá, que había pertenecido a sus abuelos —»la pareja italiana católica más perfecta», según las historias de su madre. 

Como último recurso, Liza tomó el rosario. 

«Pensé: ‘Me voy a sentir tan tonta'», recordó. «Nunca había rezado, pero sabía más o menos cómo se rezaba el rosario… Esto era literalmente una avemaría. No sabía qué más hacer, así que recé quizá medio misterio… Estaba totalmente consumida por la desesperación». 

Liza rezó, y de pronto, totalmente por sorpresa, se envolvió en «la sensación más perfecta de amor que había sentido en mi vida… Era como si nunca antes hubiera conocido el amor, como si no supiera siquiera lo que significaba la palabra ‘amor’ hasta esa noche». 

Sintió, de forma real y concreta, «a la Virgen empujándome al Sagrado Corazón de Jesús». 

«Fue una intensidad de emoción que jamás había vivido», dijo. «Lloraba a mares. No sé cuánto tiempo duró en realidad. Se sintió como mucho tiempo, como si muchas cosas se purgaran dentro de mí de forma dolorosa, pero con el dolor más hermoso que se puede imaginar. Como lo que describe Teresa de Ávila —no en el mismo grado que ella, pero un dolor que no quieres que se detenga». 

Liza se arrodilló y rezó en voz alta: «No tengo idea de qué fue eso, pero te doy toda mi vida. Desde ahora, haré todo lo que me pidas. Incluso si estoy condenada al infierno por todo lo que he hecho, pasaré el resto de mi vida sirviéndote, y haré lo que tú quieras». 

No recuerda haberse quedado dormida, pero a la mañana siguiente no dudó: tenía que encontrar una iglesia católica e ir a Misa, ya que había sentido profundamente el amor de la Santísima Madre.

No entendía lo que sucedía durante la Misa, pero sabía lo suficiente como para no recibir la Eucaristía.

«Creo que me habría derretido o algo así», bromeó.

Después de la Misa, la parroquia tenía adoración eucarística y, por impulso, Liza se quedó, aunque no sabía qué era la Eucaristía, ni mucho menos el cristianismo.

«¿Por qué ponen esto, que a mí me parece una tontería, en este círculo dorado?», recuerda haber pensado, confundida, cuando comenzó la adoración y todos se arrodillaron.

«Tuve un momento inexplicable en el que sentí que el Señor me hablaba profundamente al corazón… No tenía ni idea de lo que significaba la palabra «adoración», dijo Liza. «Pero me di cuenta de que estaba hecha para esto. Esto es para lo que fui creada… Creo que es una gran gracia del Señor, porque él sabe que no había otra forma de llegar a mí excepto de esta manera tan profunda».

Al día siguiente, Liza llamó a su madre y le dijo que había decidido convertirse al catolicismo y volver a casa.

Creo… que estoy viviendo, en un sentido muy real, la historia de amor más grande jamás contada», dijo Liza. (Foto: André Escaleira, Jr.)

Lo único que satisface

Por supuesto, había detalles que debían resolverse primero, como conseguir un trabajo.

«No quería trabajar —solo quería estar en adoración eucarística por el resto de mi vida», compartió Liza. «Pero mi mamá me dijo: ‘Tienes que conseguir un trabajo'». 

Al principio, su familia no creía que su conversión fuera sincera o que duraría. 

«Fue un gran ejercicio de humildad para mí», dijo. «Había decepcionado a mi familia muchas veces y les había dado falsas esperanzas de que estaba mejor… Creo que fue un verdadero impacto para ellos. Mi hermana dijo que ni siquiera me reconocía cuando me mudé de regreso —en el buen sentido». 

Liza comenzó a asistir a Misa diaria, aunque aún no podía recibir a Jesús en la Eucaristía. Dijo que lo hacía especialmente por el momento de la consagración, cuando el sacerdote eleva la hostia —ese momento le llegaba profundamente al corazón. 

«Hubiera esperado mil años solo para cruzar la mirada con Jesús», dijo. 

Pasó dos años en el proceso de OICA (Orden de Iniciación Cristiana de Adultos, por sus siglas en inglés) y finalmente fue recibida en la Iglesia la pasada Vigilia Pascual. Aunque ninguno de ellos es católico, toda su familia asistió a su confirmación. 

Ya como católica, Liza comenzó a estudiar la vida de los santos —en especial a santa Teresa de Ávila, quien, según cuenta, le enseñó a orar y a través de quien Dios la llamó «a un amor más profundo por él». 

Desde aquel encuentro de conversión, el amor de Jesús en la Eucaristía la ha consumido. Confiesa tener “una fijación absoluta por el catolicismo” y quiere absorber “todos los podcasts de apologética, cada artículo de Catholic Answers, todas las lecturas espirituales” que pueda encontrar.  

“Paso al menos una hora diaria en adoración”, dijo. “Ahora yo soy esa persona que tanto detestaba en rehabilitación —la que mete a Jesús en literalmente cada conversación. Creo… que estoy viviendo, en un sentido muy real, la historia de amor más grande jamás contada. Me siento tan enamorada de una forma que nunca creí posible”. 

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