Por la madre Agnes Mary, S.V.
“Las personas que murieron en Dachau moldearon mi vida adulta”. Con estas palabras, el cardenal O’Connor reveló los orígenes espirituales del carisma de vida sobre el que se fundó la comunidad de las Hermanas de la Vida.
A mediados de la década de 1970, el padre John Joseph O’Connor realizaba un retiro anual en el monasterio carmelita ubicado en el perímetro del campo de concentración de Dachau, epicentro simbólico de la violencia, la muerte y la oscuridad del mal que caracterizó el siglo XX. Durante esos días de oración, recibió una gracia transformadora que guiaría el resto de su vida y su misión como obispo, arzobispo y cardenal.
Relató la experiencia así: “Al meter las manos en los hornos semicirculares de ladrillo rojo del crematorio, sentí las cenizas entremezcladas de judío y cristiano, rabino, sacerdote y ministro. Con el corazón destrozado, mi alma exclamó: ‘¡Dios mío! ¿Cómo pudieron los seres humanos hacerle esto a otros seres humanos?’”.
En ese instante, el cardenal O’Connor recibió el profundo don de ver con los ojos de Dios la sagrada e infinita dignidad de cada persona humana, sin importar su tamaño, su enfermedad o su debilidad.
“Mi historia favorita del Antiguo Testamento es la de Moisés y la zarza ardiente. Dios todopoderoso le dijo ‘Moisés, quítate las sandalias, porque el lugar donde pisas es tierra santa’. Desde mi viaje a Dachau… no puedo acercarme a nadie sin sentir que debo quitarme los zapatos, porque donde estoy es tierra santa”, expresó el cardenal.
El poder de la comunión en comunidad
Dado que la necesidad humana de pertenecer —de tener un lugar en una comunidad o familia— está literalmente inscrita en nuestro ADN espiritual, una experiencia de auténtica comunidad católica, de “pertenencia”, es el contexto más eficaz para nuestro servicio caritativo y para la evangelización. Permítanme compartir con ustedes un encuentro que tuve que ilustra este punto.
Al subir a un avión, una joven (la llamaré Karen) se sentó a mi lado. Tenía veintitantos años, era hermosa y llena de vida. Con la esperanza de poder orar un par de horas, me retorcí para sacar mis libros de oración de debajo del asiento y le sonreí con disculpa. Ella aprovechó la oportunidad y dijo: “Qué curioso que estés aquí. Siempre he querido saber más sobre la Trinidad”.
La miré atónita. ¿Quién pregunta sobre la Trinidad? Entonces, usando la analogía del amor conyugal, del dar y recibir amor total y fructífero entre esposos, compartí con ella la mejor manifestación humana del amor y la vida de Dios. Como dice el Catecismo: “Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1 Coríntios 2, 7-16; Efesios 3, 9-12); él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en él” (CIC 221).
Karen me miró con asombro y dijo: “Sabía que Dios iba a hacer algo grande durante este viaje. Estoy a punto decidir dejar mi matrimonio”.
Y así, iniciamos una conversación que abarcó medio país y exploramos una forma de amar que le permitiera mantener su compromiso con su matrimonio incluso en la dificultad actual.
El ataque a la comunión del amor en el matrimonio y la vida familiar fue la primera y la más antigua de las estrategias del maligno. Es tan antigua como el Génesis, tan antigua como Adán y Eva, una estrategia que el enemigo usa para destruir la fe del hombre en el don del amor humano y, en última instancia, en un Dios que es Amor. Porque la comunión en comunidad —dondequiera que se encuentre, por ejemplo, en el matrimonio y la vida familiar, dentro de la “familia de la fe”, la parroquia o la “familia extendida” de la arquidiócesis— puede ser la imagen humana más cercana del amor y la vida de Dios.
Vivir en comunión con los demás requiere la gracia de Dios. Mi nueva amiga, Karen, aprendió esto hablando de la Santísima Trinidad a 9,000 metros de altura. Se hizo más evidente en su corazón cuando se unió a nosotros para orar ante Jesús Eucaristía en la capilla de nuestro convento de Manhattan.
Creados para amar sin límites (Vida fraternal en comunidad, #22)
Tú y yo fuimos creados para amar sin límites. ¡Nos rebelamos ante esta idea! Porque nos atormentan los terribles límites de nuestro amor. ¿Por qué luchamos con tales límites? Las respuestas son tan sorprendentes como verdaderas: porque somos bendecidos, de hecho, por nuestro Creador, para ser personas humanas únicas e irrepetibles, y a causa del pecado, tanto del pecado original como del propio pecado personal.
La división es diabólica
Es interesante notar que la palabra “diabólico” (demoníaco) proviene del griego y significa “separar o dividir”. Como respuesta a las dificultades humanas que se encuentran al vivir en nuestra comunidad, que es la bendición de Dios, nuestra sociedad ha institucionalizado la separación. La Iglesia y su pueblo no han estado exentos de este sufrimiento.
¿Cómo se puede formar entonces una auténtica comunidad? ¿Cuál es el papel de la comunidad para el discípulo de Jesucristo?
Permítanme comenzar respondiendo a esta pregunta sugiriendo que primero debemos evaluar el orden de nuestros amores. En nuestra comunidad, tenemos una especie de lema de vida: “Dios, comunidad, misión”. Es en ese orden que se entrega nuestro amor. Por todos, en pura gratitud, ¡le debemos a Dios nuestro primer amor y adoración! Luego, la siguiente mayor expresión de amor se da a la comunidad de personas con quienes he prometido mi amor por voto: matrimonio y vida familiar, mi comunidad religiosa, etc. En tercer lugar, me entrego a la misión que Dios me ha confiado.
Ahora, podemos profundizar en la comunidad y nuestra fe católica. Dado que la vida en comunidad nunca es fácil, el cardenal O’Connor reflexionaba sobre el origen de la dificultad y nos decía: “Somos creados a imagen de Dios, un ser social perfecto, pero debido al pecado original tendemos a dividirnos unos de otros, a tratarnos con hostilidad, amargura, envidia y lujuria”.
Siendo todos pecadores, ¿cómo se forma entonces la comunidad?
El cardenal O’Connor respondió a esa misma pregunta en una conferencia a las Hermanas de la Vida en 1992, diciendo: “No puedo enfatizarlo lo suficiente: no puede haber verdadera comunidad excepto en la Eucaristía… la comunidad, a su vez, solo puede lograrse y preservarse cuando se nutre de Cristo Eucarístico”.
Comulgamos juntos en la Eucaristía y, a través de esa comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, experimentamos la primera alegría de la comunión humana.
Comunión en comunidad: La marca del pueblo cristiano
Como cristianos, creemos que nuestras relaciones humanas adquieren un nuevo significado —es decir, poseen una cualidad sagrada—, pues creemos que encontramos en “el otro” un ícono del Dios vivo. Es en y a través de nuestras relaciones humanas que reflejamos al Dios Trino. Más poderosa que las palabras, la comunión en comunidad da testimonio de la primacía de Dios.
En el último libro de las escrituras, san Juan celebra que, con la muerte y resurrección de Jesucristo, “ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Apocalipsis 12, 10). Y san Pablo se regocija en su carta a los Efesios porque es el amor de Cristo el que “…derribó en su carne la barrera de división” (Efesios 2, 14). Cristo mismo dijo que reconoceríamos a sus seguidores por el amor que se tienen unos a otros (Juan 13, 35). La vida comunitaria amorosa y sana es el sello más característico del pueblo cristiano.
Un antídoto específico para el mal de nuestros días
Crecer en nuestra capacidad de vivir una verdadera “comunión de personas” es la respuesta al fenómeno de la separación, y una reprensión al esfuerzo del maligno por destruir la obra de Dios. La comunión da un testimonio vibrante y sorprendente de la presencia de Dios entre nosotros y la victoria sobre el pecado y el egoísmo. Es responsabilidad especial de los embajadores del amor de Dios promover la unidad de ese Cuerpo Místico de Cristo en la tierra.
Propongo hoy que su lealtad como seguidor de Cristo se demuestre por la forma en que viven y lideran la vida de la comunidad cristiana como siervos de la unidad de la Iglesia.
HERMANAS DE VIDA
Las Hermanas de la Vida dan testimonio de la extraordinaria verdad y belleza de cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Para obtener más información sobre las hermanas y su misión, visita sistersoflife.org.