Por Allison Auth
Un caluroso día de verano, hace ocho años, usamos los boletos que conseguimos en el programa de lectura de verano para disfrutar de los juegos en el parque de diversiones Lakeside. Noté que mi hijo de tres años comenzó a toser cada vez con más insistencia. Cada respiro era seguido de una pequeña tos, así que acortamos la visita y nos fuimos a casa. Esa noche no pudo dejar de toser y empezó a tener dificultades para respirar.
Fue nuestra primera experiencia con un ataque de asma.
A primera hora de la mañana fuimos al médico para recibir tratamientos de respiración, pero terminamos en el hospital esa misma tarde porque su asma no estaba controlada. Si alguna vez has visto a tu hijo luchar por respirar, o has pasado tiempo en un hospital con él, sabes lo que es el terror, las interrupciones constantes y el agotamiento absoluto que llenan la habitación.
Regresamos a casa con un inhalador (muy caro) que debía usarse regularmente para evitar que el revestimiento de sus vías respiratorias se obstruyera con mucosidad espesa (palabras mías, no del doctor). También teníamos un inhalador “de rescate” de albuterol para ayudar a mantener abiertas las vías respiratorias en caso de un ataque inminente.
Gracias a Dios, ese fue nuestro único viaje al hospital por asma, pero ha habido otros sustos. Algo que siempre había dado por hecho en mi vida —la capacidad de respirar— resulta tan vital como la vida o la muerte.
Esto es igualmente cierto en el mundo espiritual, donde nuestra relación con Dios es lo que nos mantiene vivos. Damos por sentado el soplo del Espíritu, que es vida para nuestras almas. Dios hizo al hombre de la tierra, pero sopló en nosotros su vida divina.
Así que, cuando me encontré con una cita de Henri Nouwen sobre la oración que comparaba la falta de oración con el asma, me impactó profundamente. Él escribió:
“Cuando hablamos del Espíritu Santo, hablamos del aliento de Dios que respira en nosotros. La palabra griega para ‘espíritu’ es pneuma, que significa ‘aliento’. El Espíritu de Dios es más íntimo para nosotros de lo que somos para nosotros mismos. … Quienes viven en oración están siempre listos para recibir el aliento de Dios y dejar que sus vidas sean renovadas y expandidas. Quienes nunca oran, por el contrario, son como niños con asma: como les falta el aliento, el mundo entero se encoge ante ellos. Se arrastran a un rincón jadeando por aire y prácticamente en agonía. Pero quienes oran se abren a Dios y pueden volver a respirar libremente”.
With Open Hands, Henri Nouwen, 1972.
Denver es la ciudad de la milla alta: estamos acostumbrados a ver tanques de oxígeno en Misa o un bar de oxígeno frente a nuestro restaurante favorito. Cuando hacemos senderismo en las montañas, sentimos la falta de aire y de oxígeno.
¡Ojalá pudiéramos ver realmente el horror de un ataque de asma espiritual! Ha habido tragedias en nuestra nación recientemente que nos dan a entender de este encogimiento: cuando no tenemos esperanza de aliento o vida, caemos en la desesperación.
La buena noticia es que tenemos al Espíritu Santo, el inhalador de nuestras almas, el oxígeno que necesitamos para respirar. Nunca deberíamos querer separarnos de la fuente de nuestra vida.
La oración diaria es como nuestro inhalador caro que mantiene abiertas nuestras vías al Espíritu. Nuestra oración es nuestra conexión con Dios —nuestra relación de amor— que nos da vida desde la fuente. Dios quiere que compartamos su naturaleza divina, que seamos uno con él. Y así, nuestras almas se expanden para contener la presencia de Dios a través del inhalador caro de nuestra vida de oración. Es caro porque tiene el costo del discipulado: entregar nuestra voluntad y sacrificar tiempo para dedicarlo a la oración.
Nuestra conexión con la Trinidad debería ser aquello que anime cada minuto de nuestra vida, ya sea en el trabajo o en casa. Esto no significa que pasemos cada minuto en la capilla, sino que nuestro espíritu interior se ha entregado en amor para ser uno con el Señor. Así, el aliento de Dios es mío, su voluntad es mía; solo quiero lo que Dios quiere.
Sin embargo, las tentaciones siempre llegan a nosotros como la mucosidad que bloquea nuestras vías respiratorias. Hay una fecha límite en el trabajo, una nueva serie para maratonear en la televisión, un maratón para entrenar o bebés que nos mantienen despiertos toda la noche. Decimos: “Ya oraremos cuando haya tiempo”.
¡Pero necesitamos poder respirar!
Ahí es donde entra el inhalador de rescate. Nos arrepentimos de nuestros ídolos, volvemos a la oración y vamos a confesión. El Espíritu Santo —el Señor y dador de vida— nos une al sacrificio de Cristo y al corazón del Padre, llegando como el viento de Pentecostés para restaurar lo que se estaba marchitando.
Después debemos regresar a nuestra vida de oración diaria. El Catecismo dice: “Pero no se puede orar ‘en todo tiempo’ si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos” (CEC 2697). Es una cuestión de vida o muerte espiritual.
¿Cuántos de nosotros andamos por ahí en agonía, depresión, adicción, jadeando por aire? Pídele al Espíritu Santo que venga a aquellos que están listos para volver a respirar.