Por Kelly Clark
Crecí en la fe católica. Fui bautizada, recibí la confirmación… todo el paquete completo. De niña, hice todas las cosas “correctas”. Mi mamá siempre me decía: “Mantén a Dios en el centro de tu vida y todo estará bien”. Siempre creí en Dios, pero en algún momento, la fe pasó a segundo plano: algo que hacía, no algo que vivía. Me volví una “católica casual”. Iba a Misa los domingos… la mayoría de las veces. Rezaba cuando me convenía o cuando necesitaba algo. Dios era una presencia callada, pero no central.
Y luego, la vida comenzó a moverse rápido: me casé con un hombre maravilloso y formamos una familia. Cuando quedé embarazada de nuestro primer hijo en el 2018, algo comenzó a moverse en mi interior. Al principio fue sutil: una especie de anhelo, quizá una inquietud. No sabía cómo nombrarlo, pero hoy entiendo que era el susurro suave de Dios llamándome de regreso a casa. Quería vivir una relación más profunda con él. No sabía cómo, pero sabía que quería más.
Y entonces, todo cambió.
Al final de mi embarazo, sufrí un desprendimiento de placenta. Es tan aterrador como suena: un coágulo de sangre en la placenta que a menudo termina en tragedia. Me llevaron de emergencia al hospital Swedish para una cesárea. Fue caótico y aterrador. Me sentía completamente dominada por el miedo, no solo por mí, sino por el bebé que tanto había esperado y por el que había rezado.
Y en ese momento, Dios se hizo presente.
La doctora de guardia era de Bella Health and Wellness. Notó mi miedo, vio el escapulario que mi mamá me había puesto al cuello y me dijo con suavidad: “Ah… eres católica. Vamos a rezar”.
No recuerdo las palabras exactas que dijo, pero sí recuerdo lo que sentí: calor. Paz. Calma. Supe en ese momento—simplemente lo supe—que Dios la había puesto ahí para mí y para mi hija. Ella fue su instrumento. Y Dios me decía: “Aquí estoy. Siempre he estado aquí”.
Ese momento marcó un antes y un después. Supe que ya no podía vivir a medias. Necesitaba entregarle mi vida a Jesús. Toda mi vida. Ya no quería ser “casual”. Quería entregarme por completo.
Comencé a rezar—no solo cuando tenía tiempo, sino como si de ello dependiera mi vida. Rezaba por guía, por cambios, por propósito y, sobre todo, por gratitud. Después del nacimiento de mi otro hijo en el 2020, y luego de nuestros gemelos en el 2022 (¡sí, gemelos!), me llegó una oportunidad laboral en la Iglesia. Algo que jamás hubiera imaginado, pero que ahora veo como parte del plan perfecto de Dios. Miro mi vida hoy—cuatro hijos hermosos, un esposo que me ama profundamente, una familia enraizada en la fe—y me siento desbordada de gratitud.
Quiero que las personas conozcan a Jesús como yo lo estoy conociendo: no como una idea abstracta, ni como un juez distante, sino como un Salvador real, vivo y amoroso, que te encuentra exactamente donde estás. Que te ama tal como eres—con tus rarezas, tus miedos, tus heridas, tu corazón desordenado y hermoso. Sin condiciones.
Hoy soy más feliz que nunca en mi vida—no porque todo sea perfecto, sino porque sé que no estoy sola. Jesús está conmigo. Estuvo conmigo en el quirófano aquel día del 2018. Estuvo conmigo cuando, con profundo dolor, perdí a mi quinto hijo en el 2024. Y está conmigo ahora, entre pañales y trastes, recogidas escolares y oraciones antes de dormir. Estará conmigo siempre, porque mi nombre está escrito en el cielo, igual que el tuyo.
Por eso soy católica.