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sábado, junio 14, 2025
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Servir la familia, servir la Iglesia: La doble vocación de un diácono 

“Padres, no exasperen a sus hijos; fórmenlos más bien mediante la instrucción y la exhortación, según la enseñanza del Señor”. (Efesios 6,4) 

Solo Dios es Padre perfecto. Solo Jesucristo es el Hijo perfecto, quien aprendió a obedecer la voluntad de su Padre celestial y también a su padre terrenal, san José. Él mismo, siendo Dios, vivió la humildad de la obediencia familiar y creció bajo la mirada de sus padres. Esta imagen del hogar de Nazaret ha sido para mí un faro, un modelo que me acompaña tanto en mi vocación como padre de familia como en mi respuesta al llamado al diaconado permanente. 

Ser padre de familia es un don sagrado que brota de la vocación al matrimonio. No es un derecho adquirido, ni un accidente de la vida, ni un simple deseo personal. Es una gracia que Dios concede, y que conlleva una gran responsabilidad. Doy gracias a Dios por haberme llamado a ser padre de siete hijos, a quienes amo profundamente. Cada uno de ellos ha sido un regalo único, una bendición irrepetible. Y es que, aunque el amor sea el mismo, la forma de amar a cada hijo ha sido distinta, porque cada uno me ha enseñado algo diferente. Ellos han sido mis verdaderos maestros en el arte de ser papá. 

Uno no nace sabiendo ser padre; uno se convierte en padre en el camino, muchas veces a través de los errores, de las caídas, de las oportunidades perdidas y también de las lágrimas. Yo no soy la excepción. Como muchos, cometí errores, me equivoqué, me dejé llevar por el enojo, la impaciencia o el cansancio. En más de una ocasión, irrité a mis hijos, los defraudé o los entristecí. Hoy, mirando hacia atrás con sinceridad y humildad, reconozco que muchas veces repetí patrones aprendidos de mi propio padre o simplemente actué por inmadurez. 

Cada uno de mis hijos vivió una experiencia distinta conmigo como padre, porque de tanto equivocarme fui aprendiendo a hacer mejor las cosas. La Palabra de Dios nos invita a no irritar a nuestros hijos, sino a educarlos según el Espíritu del Señor. Esa es nuestra misión, y también nuestro desafío. Educar, corregir, aconsejar y servir a nuestros hijos no es tarea de otros. Es una responsabilidad directa e intransferible. Durante muchos años, sin darme cuenta, delegué esta misión a mi esposa, a los maestros de escuela, a los catequistas de la parroquia. Hoy reconozco que esa fue una omisión grave. 

Sin embargo, nunca es tarde para abrazar con amor el llamado que Dios nos ha hecho. En mi caso, hace algunos años, con la gracia de Dios y la luz de su Palabra, redescubrí mi rol de padre y comencé a ejercerlo de una manera más consciente, más espiritual, más cercana al corazón de Cristo. No soy el mejor padre del mundo, ni mis hijos son mejores que los demás, pero he visto frutos —de reconciliación, de mayor cercanía, de diálogo, de respeto mutuo. He aprendido que solo a la luz del evangelio y de las enseñanzas de la Iglesia es posible ser un verdadero padre cristiano. 

(Foto proporcionada)

Esta experiencia como padre ha sido fundamental en mi respuesta a la vocación al diaconado permanente. El diaconado no es un título ni una distinción; es un servicio. Así como un padre está llamado a servir a sus hijos con amor, sacrificio y entrega, así también el diácono está llamado a servir al pueblo de Dios, especialmente a los más necesitados. El corazón de un buen padre se parece mucho al corazón de un buen diácono: ambos están llamados a amar, corregir, sostener, escuchar, consolar y guiar. 

Hoy puedo decir que mi experiencia como padre me prepara para ser un mejor servidor en la Iglesia. Sé que cada familia que Dios pondrá bajo mi cuidado como diácono es valiosa e irrepetible, y merece ser escuchada y acompañada con ternura, con paciencia y con respeto. Cada alma que llegue a mí no será una carga, sino una misión sagrada. Y al igual que con mis hijos, mi deseo es poder guiarlas “según el Espíritu del Señor”. 

A mis hijos, especialmente a los que ya son padres, les digo con el corazón en la mano: sean buenos padres, mejores que yo. Aprendan de mis errores y no teman comenzar de nuevo cada día.  

A los que aún no lo son, los animo a pedir a Dios la sabiduría y la gracia para serlo algún día, si esa es su vocación. Que no pierdan de vista el ejemplo de san José. Que escuchen la Palabra de Dios. Y que vivan con fidelidad las enseñanzas de la Iglesia. 

A todos los padres de familia que lean esta reflexión, quiero decirles: nunca es tarde para ser mejor padre. Aprendamos de nuestras fallas, pidamos perdón a nuestros hijos si los hemos herido, y sigamos adelante con esperanza. Dios es capaz de sanar, restaurar y renovar nuestra vocación de padres si lo dejamos entrar en nuestro corazón. 

Hoy rezo por cada padre que lucha, que ama, que se esfuerza. Rezo por ti, que a veces te sientes insuficiente, que cargas culpas o que no sabes por dónde empezar. ¡Ánimo! Dios camina contigo. Que este Día del Padre sea una oportunidad para renovar nuestra entrega, nuestra vocación y nuestra fe.  

¡Feliz Día del Padre! 

Abram León
Abram León
Abram León es director asociado de los movimientos eclesiales laicales de la arquidiócesis de Denver.
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