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martes, agosto 12, 2025
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De una tienda de antigüedades a la conversión: Un viaje de regreso a casa

Un encuentro providencial con la Virgen María, una conexión familiar con la catedral y abundancia de gracia llevaron a Kira de regreso a casa: la Iglesia Católica. 

Por Kira Roark 

Gracia

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.” — Lucas 1, 28 

(Foto proporcionada)

Era una calurosa tarde de verano. Entré en la frescura silenciosa de una tienda de antigüedades en South Broadway cuando una pintura grande y antigua me llamó la atención. Colgaba en la pared del fondo, algo torcida, con un marco de yeso polvoriento y envejecido. Me acerqué. Al quedarme frente a la pintura, inexplicablemente, comencé a llorar. 

Dos pensamientos me cruzaron la mente: “¿Qué me está pasando?” y “Tengo que llevarme esta pintura a casa”. La llevé al mostrador. 

—Es hermosa, ¿verdad? —me dijo amablemente la mujer—. Nuestra Santísima Madre. 

Al llegar a casa, no sabía qué hacer. Así que recargué la pintura contra una pared y me senté frente a ella, con las piernas cruzadas sobre mi cojín de meditación. Me cautivó su mirada suave, baja, los pliegues de su manto azul verdoso, el halo dorado de estilo Art Déco que rodeaba su cabeza. Me sentí deslumbrada por su belleza. Cerré los ojos, y mi mente entró en ese estado pacífico que me era familiar. De pronto, sentí algo. Una presencia acogedora. La noté y regresé a la meditación. Pero ahí estaba otra vez… o, mejor dicho, ahí estaba ella otra vez. María Inmaculada. Virgen Santa. Madre bendita. Su amor me envolvía con tanta bondad, con tanta ternura, con tanta gracia infinita, que aún hoy me conmuevo hasta las lágrimas al recordarlo. 

Metanoia

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca.” — Mateo 4, 17.

Unos días después de ese encuentro, visité la Catedral Basílica de la Inmaculada Concepción en Denver. No era católica. No era cristiana. Crecí en un hogar sin religión. Pero sentía el llamado de la Virgen y quería honrar a mi bisabuela, a mis tías abuelas y a mi abuela, todas ellas miembros de esta parroquia durante 75 años. Mientras me sentaba en el silencio de media mañana, algo dentro de mí se agitó. Un misterio que no comprendía y que no podía ignorar. Volví a la catedral para Misa ese domingo. Estaba completamente perdida, ¡y me encantó cada momento! Al final de la celebración eucarística, me presenté con el padre Samuel Morehead, entonces rector de la catedral, y le conté sobre la conexión de mi familia. Me escuchó y sonrió con calidez al estrechar mi mano. 

—Bienvenida a casa —me dijo. 

Después de Misa el domingo siguiente, me enteré del programa de Credo y de la Orden de Iniciación Cristiana para Adultos (OICA), y me inscribí de inmediato. Asistí a clase cada semana, como parte de una comunidad grande y amorosa guiada por el padre Sam y el padre John James Arcidiacono, CSJ. Asistí a Misa diaria, recé el rosario y estudié el catecismo. Lo que comenzó como un encuentro profundamente emocional fue madurando poco a poco hasta convertirse en una comprensión intelectual y moral de nuestra fe. En este proceso continuo de conversión, mi corazón se llena, mi intelecto asiente y mi voluntad sigue. 

Fui recibida en la Iglesia durante la Vigilia Pascual pasada, recibiendo los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía: ¡la alegría más profunda de mi vida! Fue un hito, pero también un comienzo. Había vivido una metanoia, un cambio radical de pensamiento. Comprendí que no podía seguir viviendo como antes. Estaba decidida a usar mi vida de una manera nueva: hacer la voluntad de Dios y compartir mi amor por Jesucristo y por su Iglesia. 

Misión

“Canten al Señor un cántico nuevo, canten al Señor, toda la tierra.” — Salmo 96, 1.

La gracia me llevó a la metanoia, y la metanoia me llevó a la misión. Pero ¿cómo tomaría forma esa misión? 

Durante los últimos años, había sido estudiante de posgrado en el programa de doctorado en Literatura en la Universidad de Denver. Amaba enseñar inglés en la universidad y deseaba volver a hacerlo. Pero cuanto más me acercaba a la Iglesia, más me alejaba de las ideologías que impregnan la academia secular. Recé y recé, y gracias a los dones del Espíritu Santo, decidí sacrificar mis aspiraciones doctorales y me retiré del programa. No tenía idea de qué vendría después. Me recordé a mí misma las sabias palabras de santa Teresa de Jesús (mi santa patrona): “La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta”. 

A veces la vida avanza lentamente… y a veces, de golpe. Un encuentro fortuito con un ejecutivo de la arquidiócesis me presentó al Instituto Augustine. Pronto solicité admisión a su programa de posgrado, fui aceptada en la Maestría en Educación Católica y comencé mi primer curso este verano. Me siento humilde al compartir estudios con sacerdotes, misioneros, personal parroquial y maestros de escuelas católicas. Me entusiasma el rigor intelectual de nuestras clases. Mi esperanza es enseñar en una institución católica, donde pueda compartir la enseñanza con alegría, donde pueda cantar mi “cántico nuevo” al Señor y a toda la tierra. 

¿Por qué soy católica? 

“La dificultad de explicar por qué soy católico  es que hay 10.000 razones que se reducen  a una sola: que el catolicismo es verdadero.” — G.K. Chesterton 

Quizá he descrito el “cómo” de mi llegada al catolicismo, pero no el “por qué”. Al contemplar esa pregunta, se iluminan mi mente, mi corazón y mi alma, pero cuando trato de expresar mi respuesta, se vuelve inefable. Me consuela saber que no estoy sola en esto. San Agustín escribe: “La intuición inunda la mente como un destello repentino de luz, mientras que el discurso es lento y prolongado, de una naturaleza muy distinta” ¹. Podría —y suelo— citar a Chesterton y decir que soy católica porque es verdad. Pero aquí intentaré decir algo más. 

Soy católica porque quiero conocer, amar y servir a Dios; aprender de Jesucristo, el Hijo de Dios, quien nos enseña a través de la Iglesia católica. Soy católica porque la Iglesia construyó la civilización occidental y, más que cualquier otra institución, honra la dignidad de la persona humana. Soy católica porque nuestra liturgia, fiel a través de los siglos, me conecta con todos los católicos del pasado, presente y futuro. Soy católica porque la Iglesia encarna la verdad, la bondad y la belleza mediante sus ritos, sacramentos y tradiciones. Soy católica porque el camino de la belleza —nuestras santas catedrales, el arte sagrado, el incienso antiguo, los cantos latinos, la música angélica— me conduce a Dios. Soy católica porque amo a Jesucristo por encima de todo, creo que está verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento y deseo recibirlo en lo más profundo de mi alma². Soy católica porque es mi herencia. 

 

¹ San Agustín, Confesiones, Libro XI, 18.
² Cf. Plegaria de san Alfonso María de Ligorio para la comunión espiritual. 

 

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