Por monseñor Edward L. Buelt, J.C.L.
Una llamada a medianoche
La enfermera del turno nocturno del asilo me llamó a mitad de la noche, despertándome de un sueño profundo. Me pidió que fuera de inmediato a administrar los últimos sacramentos a una residente inconsciente y al borde de la muerte.
Al llegar, la hija de la mujer me explicó su condición. Estaba convencida de que su madre no viviría hasta la mañana. Me senté junto a ella, la saludé suavemente y comprobé que no respondía. Como no podía confesarse, procedí a celebrar el sacramento de la unción de los enfermos, que incluye la absolución apostólica.
Al terminar, me volví hacia la hija, la aseguré mis oraciones y la invité a llamarme si era necesario. Para mi sorpresa, gritó desde el otro lado de la habitación:
“¡Mamá, el padre te dio los últimos sacramentos — vas directo al cielo!”
A lo que la “inconsciente” mujer respondió:
“Ah, qué bien. Estaba muy preocupada por eso”.
¿Cuándo debe celebrarse el sacramento?
En mis más de cuarenta y tres años de ministerio sacerdotal, he administrado la unción de los enfermos a cientos de personas. La mayoría de las veces, he sido llamado cuando la muerte parece inminente. A menudo también en emergencias, antes de cirugías mayores o cuando una enfermedad empeora.
Sin embargo, rara vez me han pedido administrar el sacramento al momento del diagnóstico de una enfermedad potencialmente mortal.
Y ese momento —el diagnóstico— es precisamente el más oportuno para recibir la unción: cuando el enfermo puede recibir el mayor consuelo y fortaleza, y los seres queridos pueden encontrar consuelo en la experiencia del amor sanador de Cristo.
No es “extremaunción” ni “últimos sacramentos”
Una de las frustraciones constantes de mi ministerio ha sido ayudar a las personas a entender que la unción de los enfermos no es “extremaunción” ni tampoco, en sí misma, los “últimos sacramentos”.
El término extrema comenzó a usarse hasta el siglo XII, por obra de Pedro Lombardo. Desde entonces, y hasta las reformas del Concilio Vaticano II, muchos creyeron que el sacramento solo podía recibirse una vez, y únicamente al final de la vida.
Por miedo, los fieles comenzaron a posponer la llamada al sacerdote hasta que ya no había esperanza, viendo su visita como una sentencia de muerte, más que como la llegada de Cristo con su gracia.
Sin embargo, para algunos, el sacramento se convirtió también en una última certeza de salvación, como en la historia que relaté al inicio.
Lo que enseña la Iglesia
¿Cuándo, entonces, debe llamarse al sacerdote?
El Catecismo de Baltimore enseña que no debemos esperar hasta estar en peligro de muerte, sino recibir el sacramento “mientras tenemos el uso de nuestros sentidos y podamos ser confortados y fortalecidos por él” (P. 959).
El Concilio Vaticano II aclara que la unción “no es sólo el Sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” (Sacrosanctum Concilium, 73).
San Pablo VI, en las Normas Generales para los Ritos de la Unción y del Viático, dispuso que “deben recibir el sacramento quienes tienen la salud seriamente afectada por enfermedad o vejez” (n. 8) y advirtió que los fieles “no deben seguir la práctica errónea de retrasar su recepción” (n. 13).
También indicó que “la unción de los enfermos debe celebrarse al inicio de una enfermedad grave” (n. 175).
El Código de Derecho Canónico, promulgado por san Juan Pablo II, reafirma que el sacramento debe administrarse a quien, “habiendo alcanzado el uso de razón, comienza a encontrarse en peligro por enfermedad o vejez” (c. 1004).
En otras palabras, el momento indicado es el inicio de una enfermedad seria, no su fase terminal.
La gracia del sacramento
Por supuesto, los fieles deben ser ungidos en emergencias, antes de una cirugía, en la ancianidad o al final de la vida. Pero debemos dejar de llamar a este sacramento “extremaunción” o “últimos sacramentos”.
Algunas de mis experiencias pastorales más profundas han ocurrido cuando los feligreses recién diagnosticados con una enfermedad grave se reunían con familiares y amigos para escuchar la Palabra de Dios y recibir la unción durante la Misa.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la unción de los enfermos tiene seis efectos (nn. 1520–1522; 1532):
- Concede al enfermo fuerza, paz y valor para sobrellevar la enfermedad o la vejez de manera cristiana.
- Lo une a la Pasión de Cristo, para su bien y el de toda la Iglesia.
- Lo incorpora más estrechamente a la Iglesia, contribuyendo a su santificación y misión.
- Le otorga el perdón de los pecados.
- Puede devolverle la salud corporal si conviene a su salvación.
- Lo prepara para el paso final hacia la vida eterna.
¿Quién no querría recibir estas gracias al inicio de una enfermedad seria, en lugar de esperar hasta el final?
La enfermedad como oportunidad sagrada
Debemos orar por la salud y agradecerla, y también cuidar de nuestro cuerpo y mente. Pero la enfermedad sigue siendo una oportunidad privilegiada para conocer más profundamente a Cristo, para sufrir con él, confiar en él y compartir su obra redentora.
En la unción de los enfermos, Cristo se hace nuevamente cercano a nosotros en el sufrimiento.
Ha llegado el momento de cambiar nuestra mentalidad y nuestro lenguaje.
La unción de los enfermos no es el rito extremo ni el último sacramento, sino el primer sacramento de una enfermedad seria, uno que debe celebrarse no de forma excepcional, sino tantas veces como sea necesario.
“¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y le unjan con el óleo en el nombre del Señor” (Santiago 5, 14).

