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sábado, diciembre 27, 2025
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La belleza de la maternidad espiritual: un tributo a mi tía y madrina

Por Mary Beth Bonacci 

Esta columna llega tarde. He tenido mucho en mente y quiero compartir algunas reflexiones. 

Pasé la mayor parte del mes de julio al lado de la cama de la hermana de mi madre, mi tía y madrina, Cora Cain. Falleció hace poco, a la edad de 96 años. Ese tiempo con ella fue hermoso… y agotador. 

En estos días he estado mirando atrás —tanto a sus últimos días como a toda su vida. Es curioso cómo cambia la perspectiva de la vida de alguien cuando se ha escrito el último capítulo y el manuscrito queda completo. Se hacen visibles tendencias y temas. La mano de Dios aparece con más claridad. 

He comprendido que, en el caso de Cora, uno de los grandes temas de su vida fue la maternidad espiritual. 

Cora se casó con el amor de su vida, mi difunto tío y padrino, Jim Cain, a finales de 1959. Pero no pudieron concebir hijos, y a pesar de su gran deseo, nunca dio a luz a hijos biológicos. 

Como suele suceder, la cruz se convirtió en bendición, a medida que ella y Jim adoptaron dos hijos y formaron una hermosa familia. No dio a luz a mis primos Pat y Stephanie, pero nunca vi que eso hiciera alguna diferencia. Ella fue su madre en todo el sentido de la palabra. 

Pat se casó joven, y el matrimonio no duró. Tras la separación, sus dos hijos pequeños necesitaban más atención de los que sus jóvenes padres podían darles. Así que Cora intervino. La mayoría de las abuelas visitan de vez en cuando, consienten a los nietos y luego regresan a casa. No Cora. Ella los recibió en su casa. Los llevaba y traía de la escuela. Les ayudaba con la tarea, les preparaba comidas nutritivas y los rodeaba de amor las 24 horas del día. 

En una etapa en la que bien podía haberse jubilado, ella dio un paso al frente y, más que abuela, se convirtió en madre para ellos y construyó una hermosa relación maternal. 

Cuando Pat comenzaba a salir con la que sería su segunda esposa, la pareja sufrió un grave accidente en motocicleta. El pie de Michelle quedó seriamente lesionado y no podía vivir sola. Su propia madre estaba en el extranjero en ese tiempo. Así que, una vez más, Cora intervino. Ella y Jim la recibieron en su hogar y la cuidaron durante meses. Ella quedó con Cora y Jim durante meses. Cora fue madre para Michelle cuando su propia madre no podía serlo. 

Una madre espiritual. 

Las familias “deberían” seguir cierto orden. Los abuelos mueren primero, luego los hijos, y los nietos quedan para continuar la historia. Pero la vida no siempre sigue un guion. En 2014, falleció el nieto de Cora, PJ. Dos años después, su hijo Pat murió de cáncer. En 2023, su hermana Stephanie lo siguió. Y en diciembre de ese mismo año, murió su amado Jim. 

Ella enterró a toda su familia inmediata. No puedo imaginar ese dolor. Creo que yo me habría encerrado en un sótano y no habría vuelto a salir. Pero Cora estaba hecha de carácter fuerte. Lloró, claro. Pero nunca desfalleció. Extrañaba mucho a su familia. Los recordaba con cariño. Pero nunca se quedó atrapada en la nostalgia. Siempre vivía el presente: sonriendo, riendo, disfrutando la vida al máximo. 

Su fe en Dios brilló en todo momento. Ella creía —realmente creía— que los volvería a ver. 

Cora y mi madre eran particularmente unidas. Se parecían físicamente, compartían el mismo sentido del humor, se vestían bien y disfrutaban de un buen Manhattan. Y ambas amaban su fe católica. Cuando eran jóvenes solteras, se mudaron juntas de Minnesota y construyeron una nueva vida en Colorado. Vivieron juntas durante años, hasta que Cora se casó con Jim. Cuando éramos niños, nuestras dos familias compartían las fiestas y muchos momentos en común. 

Por eso, naturalmente, cuando perdí a mi madre primero a la demencia y después a la muerte, me acerqué a Cora. Ella no tenía hijos, y yo no tenía madre. Fue un encaje natural. 

Y no fui la única. Cora era la octava de diez hermanos. Sobrevivió a todos excepto a uno. Conforme mis primos iban perdiendo a sus madres, ellos también se acercaban a Cora. No era algo que ella buscara deliberadamente. Sucedía de manera natural, orgánica. Para las hijas de sus hermanas Irene y Marie, ella también les recordaba a sus propias madres. Para todos nosotros, era una mujer que habíamos conocido toda la vida, que conocía nuestras historias, compartía nuestro sentido del humor y deseaba ser parte de nuestra vida. Y que nos amaba. 

Una madre espiritual. 

Tuve el gran privilegio, junto con la nieta muy devota de Cora y su nuera, de cuidarla en las semanas previas a su partida. No fue una carga. Fue mi pequeña manera —nuestra manera— de agradecerle todo lo que había hecho por nosotros. Nuestra última oportunidad de “ser madres” para ella, como ella lo fue para nosotros durante tantos años. 

Como mujer que nunca ha dado a luz, el concepto de maternidad espiritual siempre ha estado muy cerca de mi corazón. Un director espiritual me dijo una vez que hay mucha maternidad física en el mundo, pero una gran escasez de maternidad espiritual. Creo firmemente que todas las mujeres, hayamos dado a luz o no, somos en esencia madres. Una madre física da vida biológica. Una madre espiritual no nos trajo al mundo, pero de algún modo nos da vida: nos nutre, nos cuida, comparte la vida con nosotros y nos ama. 

Cora hizo todo eso de manera hermosa para muchos de nosotros. Mientras más contemplo el conjunto de su vida, más me doy cuenta del modelo de maternidad espiritual que nos dejó. 

Ahora que ha fallecido, les pido orar por el eterno descanso de su alma. Ella era una católica devota; creía en la realidad del purgatorio; y quería esas oraciones. 

Pero también pídanle que rece por ustedes. Pienso que, si vivió la maternidad espiritual de manera tan hermosa en esta vida, imaginen cuánto más puede hacer ahora que forma parte de la “gran nube de testigos” que nos anima desde el cielo. 

¡Cora Cain, ruega por nosotros! 

 

Rocio Madera
Rocio Madera
Rocio Madera es especialista en comunicaciones y publicidad para la arquidiócesis de Denver.
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