“Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que les he mandado. Y he aquí, yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. Mt. 28, 18-20
¿Por qué existe la Iglesia católica? La respuesta a esta pregunta depende de otra más necesaria: ¿por qué Jesucristo fue crucificado y luego resucitó después de tres días? Esta pregunta apunta realmente al corazón de la fe cristiana. En nuestra cultura moderna, hay muchas maneras diferentes de “ser una buena persona”. Si bien estos esfuerzos no están en oposición a la Iglesia católica y todo lo que ella enseña, equiparar la fe católica con simplemente “ser una buena persona” reduce drásticamente lo que Jesucristo vino a hacer.
En el pasaje anterior del Evangelio de Mateo, Jesús da lo que comúnmente se conoce como la gran comisión a sus discípulos antes de su ascensión al cielo. Esas dos frases, en esencia, contienen la misión de Jesucristo, su Iglesia y su razón de existir. Como católicos, estamos llamados a “hacer discípulos de todas las naciones”, lo que significa que es nuestro deber y, de hecho, nuestro llamado, ayudar a todas las personas que conocemos a encontrarse con Jesucristo. El tiempo de Pascua es una oportunidad para vivir este llamado más profundamente, ya que este tiempo conmemora el comienzo de esta misión por parte de los apóstoles una misión que se ha transmitido de generación en generación, siglo tras siglo, y que recae en nosotros, los cristianos de hoy.
Es cierto que es una tarea bastante difícil. Después de todo, nuestra cultura moderna ha rechazado en gran medida las enseñanzas de la fe cristiana y, en muchos sentidos, la Iglesia ya no goza de la notoriedad o popularidad que alguna vez tuvo. Pero no importa: la misión de la Iglesia ha sido, es y será siempre la misma: hacer discípulos.
Hay mucho más en la misión de la Iglesia de lo que se puede exponer aquí, pero examinando más de cerca las palabras de Jesús en la gran comisión, hay dos dimensiones que permanecen constantes y no negociables en la obra de la Iglesia: la santificación y la evangelización. Estos dos conceptos han respaldado a la Iglesia desde su creación y son tan esenciales hoy como lo eran entonces.
Santificación
San Francisco de Asís, el sabio fraile místico y fundador de los franciscanos, resume perfectamente el acto de santificación como “Santifícate a ti mismo y santificarás a la sociedad”. Para guiar a otros a una relación con Cristo, primero debemos tener una relación con él nosotros mismos. Como tal, tiene sentido que seguir a Cristo requiera santificación, porque Cristo fue la santificación perfeccionada, y la primera tarea de un cristiano es imitar a Cristo. Hacemos esto prestando atención a su llamado: “Guarden todas las cosas que les he mandado”.
Una vez más volvemos a la idea de “ser una buena persona”. Podemos dar comida y dinero a las personas sin hogar, servir alimentos, ser voluntarios en hospitales o realizar cualquier cantidad de tareas dirigidas al servicio y sentirnos bien con nosotros mismos al saber que hemos dado de nuestro tiempo, talento o tesoro para ayudar a otra persona en necesidad. Estas son cosas buenas, y Dios se deleita en estos esfuerzos. De hecho, el mismo Jesús dijo que vino “no para ser servido, sino para servir” (Mc 10,45). Sin embargo, la segunda parte de ese versículo capta con mayor precisión la misión del cristiano: Jesús dice que él también vino a “dar su vida en rescate por muchos”.
Ahora bien, obviamente no podemos hacer lo que Jesús hizo en la cruz y soportar el castigo por los pecados del mundo. Pero podemos dar nuestra vida por los demás y ser santificados en el proceso. Jesucristo no vino a formar un grupo de “buenas personas”. Vino para hacernos santos. Él vino para que no nos conformáramos al mundo y nos apartáramos de su forma de actuar y pensar. Así como la sociedad quedó confundida por las enseñanzas y el ejemplo de Jesús de Nazaret, así también nosotros estamos llamados a confundir al mundo por la forma en que vivimos como cristianos.
Una dimensión clave de la misión de la Iglesia es santificar el mundo y, siguiendo la sabiduría de san Francisco, solo podemos hacerlo si primero nos santificamos nosotros mismos. Vemos ejemplos de esto en algunos de los grandes santos que hicieron mucho más que simplemente ayudar a los necesitados, como santa Teresa de Calcuta, quien entregó su vida para servir a los enfermos y moribundos en los barrios marginales de Calcuta. Sin embargo, la santificación no está reservada solo para los santos; después de todo, ¿cómo crees que se convirtieron en santos?
Evangelización
Esto nos lleva a la segunda dimensión de la misión de la Iglesia: la evangelización. Al final de cada Misa, el sacerdote exhorta a la congregación a ir a anunciar el evangelio del Señor. En términos más simples, esto es la evangelización: anunciar la buena nueva a quienes necesitan escucharla. Y no nos equivoquemos: esto significa todos. Cuando Jesús dijo: “Vayan y hagan discípulos a todas las naciones”, lo decía en serio. Esto puede ser una tarea intimidante e incluso aterradora; basta leer los Hechos de los Apóstoles o los relatos de los distintos mártires a lo largo de la historia. Los primeros cristianos enfrentaron la muerte por difundir el evangelio, pero su testimonio convirtió a un mundo incrédulo.
A pesar de los desafíos de la evangelización, Jesús prometió que estaría allí con nosotros: “Y he aquí, yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. En este sentido, es importante tener siempre presente que la evangelización no se trata de nosotros. La evangelización es su obra primero; nuestro trabajo es simplemente ser dóciles al Señor y amarlo con todo nuestro corazón, mente y alma. Si hacemos eso, entonces es inevitable que nos sintamos más cómodos hablando de Jesús con los demás, porque cuando amamos algo, es fácil hablar de ello.
A veces se hace referencia a la Iglesia como la barca de Pedro, una clara alusión a que Pedro era a la vez pescador y el primer papa. Esta imagen es también una ilustración adecuada de la misión de la Iglesia: navega a través de las aguas turbulentas de este mundo, recogiendo a lo largo del camino a peregrinos perdidos, hambrientos y heridos, quienes se convierten en una parte integral de la tripulación del barco. Con Cristo al mando y la promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18), podemos descansar confiados, sabiendo que esta misión no será en vano.
Este artículo ha sido traducido y adaptado del original en inglés por el equipo de El Pueblo Católico y se publicó en la edición de la revista titulada «Vive la Resurrección». Lee todos los artículos o la edición digital de la revista AQUÍ. Para suscribirte a la revista, haz clic AQUÍ.