En palabras de san Agustín, nuestros corazones permanecen inquietos hasta que descansan en Dios, que es siempre antiguo y siempre nuevo. Esta verdad, que ha resonado a lo largo de los siglos, volvió a hacerse viva para la Arquidiócesis de Denver al acoger la invitación del santo padre, el papa Francisco, de emprender el camino sinodal. En este camino, la Iglesia del norte de Colorado buscó escuchar con atención al Espíritu Santo, que nunca deja de renovar a la Iglesia en todo tiempo y lugar.
Nuestro proceso sinodal no fue un ejercicio de novedad por la novedad misma, ni una plataforma para agendas humanas. Más bien, fue una humilde peregrinación de corazones que regresan a la verdad antigua e inmutable del evangelio, buscando nuevas formas, en nuestra era apostólica, de proclamar el mensaje salvador de Jesucristo a un mundo necesitado de sanación, unidad y esperanza. Como señala el documento final del Sínodo de los Obispos, buscamos ser una Iglesia “que escucha, ora, medita, dialoga, acompaña, discierne, decide y actúa” (Francisco, Documento final, XVI Asamblea Ordinaria General del Sínodo de los Obispos, 26 de octubre del 2024).
Al compartir nuestra experiencia, deseo ofrecer un ejemplo de una expresión concreta de sinodalidad que siguió las pautas propuestas por el papa Francisco y que dio abundantes frutos. Veo cómo una Iglesia que abraza y aprende a practicar una espiritualidad sinodal está mejor preparada para llevar a cabo su misión en tiempos de cambio. Ciertamente, nuestro proceso se puede mejorar, pero oro para que sea una luz para otras iglesias mientras buscan descubrir la voluntad y el plan de Dios, que él revela a través de la oración, la escritura y la tradición.
Un proceso sinodal enraizado en la oración y la misión apostólica
Antes de que se anunciara el sínodo, la arquidiócesis ya había comenzado a discernir cómo vivir el evangelio en una cultura que ya no refleja una cosmovisión cristiana. Reconocimos que nuestros tiempos se asemejan a los de los apóstoles: una comunidad de fe minoritaria llamada a proclamar a Cristo con valentía en una sociedad con frecuencia indiferente u hostil al evangelio. Esta conciencia marcó el espíritu con el que nos acercamos al sínodo: no solo como un ejercicio de escucha, sino para capacitar a Iglesia para la misión.
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Comenzamos con dos objetivos claros: recuperar una cosmovisión bíblica y escuchar a Dios. En los meses previos a los encuentros de discernimiento parroquial y arquidiocesano, invitamos a toda la arquidiócesis a un retiro comunitario y predicamos homilías sobre el kerygma —el anuncio básico del evangelio— para que nuestros oídos y corazones se abrieran a la voz del Espíritu Santo.
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El camino del discernimiento: escuchar como Iglesia
Nuestro proceso sinodal se desarrolló en parroquias, grupos pequeños y en un evento arquidiocesano de discernimiento que reunió a cientos de fieles de nuestras diversas comunidades. En cada etapa, el enfoque permaneció fijo en la escucha orante: adoración silenciosa ante el Santísimo Sacramento, reflexión compartida sobre la escritura y diálogo enraizado en la caridad.
Las preguntas que planteamos fueron sencillas pero profundas: ¿Qué dice el Espíritu Santo hoy a la Iglesia del norte de Colorado sobre nuestra misión? ¿Cómo pueden nuestras parroquias vivir como embajadas del reino de Cristo en tierra extranjera? ¿Cuál es la misión del discípulo en este tiempo apostólico?
Estas preguntas guiaron las reuniones parroquiales, encuestas virtuales y, finalmente, un encuentro arquidiocesano de discernimiento en Broomfield, Colorado. Allí, en unión con el acto de consagración del santo padre al Inmaculado Corazón de María, consagramos nuestro camino sinodal, ofreciendo oraciones de arrepentimiento y renovación.
Asamblea del pueblo de Dios: el encuentro de discernimiento arquidiocesano
Uno de los momentos más bellos y llenos de gracia de nuestro camino sinodal fue el encuentro de discernimiento arquidiocesano que se llevó a cabo en marzo del 2022. Se reunieron 349 fieles de toda la arquidiócesis —párrocos, representantes parroquiales, líderes de apostolados y movimientos, religiosos y laicos— formando un mosaico que reflejaba la riqueza y diversidad de nuestra Iglesia local.
No fue una conferencia o reunión ordinaria. De principio a fin fue una asamblea sagrada: un tiempo apartado para orar, escuchar y discernir juntos, como un solo cuerpo, lo que el Espíritu Santo decía a la Iglesia del norte de Colorado. No deseábamos soluciones humanas, sino el plan de Dios. No buscábamos debate, sino verdadero diálogo arraigado en la oración.
La dinámica se diseñó intencionalmente para ese fin. Cada uno de los cuatro temas centrales —la misión del discípulo, la misión de la familia, la misión de la parroquia y la misión de la arquidiócesis— fue explorado en un ritmo de proclamación, oración y diálogo.
Cada sesión comenzaba con una breve presentación iluminada por el Espíritu que sintetizaba lo surgido en los discernimientos parroquiales y en las encuestas virtuales. Estas presentaciones eran ofrecidas por miembros del equipo sinodal —sacerdotes, hombres y mujeres laicos— profundamente inmersos en la oración y la escucha. Ellos no compartían opiniones o estrategias humanas, sino ecos de la voz del Espíritu escuchados a través del pueblo. Al igual que los discípulos en el camino a Emaús, deseábamos escuchar a Jesús abrir las escrituras y encender nuestros corazones antes de hablar.
Después, no pasábamos de inmediato a la discusión, sino al Señor. Cada sesión incluía al menos treinta minutos de oración silenciosa ante el Santísimo. Este fue el corazón de nuestro sínodo: escuchar primero a Dios antes que escucharnos entre nosotros. Al igual que los discípulos en el camino a Emaús, deseábamos escuchar a Jesús abrir las escrituras y encender nuestros corazones antes de hablar.
En este silencio, los participantes rezaron con la pregunta específica planteada para el discernimiento: ¿Qué dice hoy el Espíritu Santo sobre la misión del discípulo? ¿De la familia? ¿De la parroquia? ¿De la arquidiócesis? Se nos recordó una vez más que antes de hablar, debemos escuchar.
Solo después de este tiempo de adoración silenciosa pasamos al diálogo. Los participantes se reunieron en pequeños grupos de unas diez personas, conformados intencionalmente para reflejar la diversidad de nuestra Iglesia: clero y laicos, hombres y mujeres, distintos trasfondos culturales, diferentes apostolados y ministerios. En estos pequeños círculos, cada voz fue escuchada. Un facilitador se aseguraba de que el diálogo se mantuviera respetuoso, en actitud de oración y centrado en lo que se había escuchado en la oración. Un relator recogía los frutos de cada conversación.
Estos pequeños grupos no eran un fin en sí mismos. Después del diálogo, los representantes compartían el discernimiento de su grupo con la asamblea en general, creando una síntesis comunitaria de lo que el Espíritu estaba diciendo a toda nuestra arquidiócesis. En tiempo real, estas reflexiones se enviaban electrónicamente, lo que permitía al equipo sinodal comenzar a discernir patrones y temas incluso mientras el evento se desarrollaba.
El evento comenzó y concluyó con la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida y misión. El 25 de marzo, Solemnidad de la Anunciación, abrimos con la Misa uniéndonos al santo padre y a los obispos del mundo en la consagración de Rusia, Ucrania y del mundo entero al Inmaculado Corazón de María. No fue coincidencia, sino providencia. Sabíamos que María siempre nos conduce a su Hijo.
Durante el encuentro también hubo momentos de arrepentimiento, de pedir la misericordia de Dios por las heridas de la Iglesia y de entregar nuestros planes a su voluntad divina. La Novena de la Entrega que muchos habían rezado en los días previos, marcó nuestra disposición: “Jesús, yo me entrego a ti, ¡ocúpate de todo!”
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Testimonios de gracia: cómo el Espíritu Santo se movió entre nosotros
Nuestro deseo fue sencillo pero profundo: eliminar el ruido y dar espacio para que se escuchara la voz del Espíritu Santo. Al escuchar juntos, fuimos testigos de cómo la gracia de Dios actuaba de manera silenciosa pero poderosa en los corazones de los reunidos. Estos testimonios siguen siendo recordatorios vivos de que, cuando nos ponemos en la presencia del Señor, él habla, sana y renueva.
Uno de esos testimonios vino de un párroco que compartió la historia de un feligrés de muchos años, conocido por oponerse a casi todas las iniciativas de la parroquia. Este hombre, respetado en la comunidad pero a menudo fuente de tensión, entró al encuentro parroquial de discernimiento con su escepticismo habitual. Sin embargo, después del período de adoración silenciosa, permaneció en la capilla diez minutos más que el grupo. Cuando finalmente regresó a la conversación, sus ojos estaban llenos de lágrimas: había encontrado a Cristo vivo. A partir de ese momento, su actitud cambió. El párroco compartió cómo su relación se transformó: lo que antes estaba marcado por la fricción se convirtió en un vínculo de respeto y cooperación mutuos. Este es el fruto de escuchar primero a Dios.
Otro testimonio conmovedor vino de un laico que participó en el evento arquidiocesano. Al comenzar el fin de semana, expresó con insistencia sus opiniones a un miembro del equipo sinodal: todo lo que él creía que estaba mal en la Iglesia y exactamente lo que debía cambiar. En lugar de entrar en discusión, el miembro del equipo lo invitó con suavidad a llevar todas esas preocupaciones al Señor en el Santísimo Sacramento. El hombre lo hizo. Al salir de la oración, se acercó al miembro del equipo con lágrimas corriendo por su rostro: “Le dije a Jesús todo lo que te dije a ti”, confesó, “y luego esperé su respuesta. Las primeras palabras que escuché fueron: ‘¿Y acaso importa?’”. En ese momento, reconoció cómo el orgullo había nublado su visión y cómo en realidad nunca había escuchado el evangelio. Compartió que se sintió llamado por el Señor a seguirlo a él y no a sus propias ideas. Su corazón se ablandó y se abrió, no a sus planes, sino a los de Dios.
También fuimos testigos de cómo el Espíritu actuó en las familias. Dos representantes parroquiales, un matrimonio, asistieron al encuentro arquidiocesano en medio de serias dificultades en su relación. Las prisas de la vida, el peso de las responsabilidades y heridas no resueltas habían creado división entre ellos. Pero durante el evento, al orar uno junto al otro, el Señor comenzó a sanar sus heridas. En los meses siguientes, testificaron cómo el orar juntos se convirtió en una práctica habitual en su matrimonio, trayendo consigo una paz y un perdón renovados. Lo que comenzó como una simple invitación a escuchar se convirtió en una fuente de gracia para su familia.
En otro caso, dos representantes parroquiales de comunidades distintas se conocieron en una de las primeras sesiones de formación para el proceso sinodal. Con el tiempo, a través de su participación compartida en los encuentros y de su deseo común de servir a la Iglesia, discernieron un llamado más profundo. Por providencia de Dios, lo que comenzó como colaboración en el sínodo floreció en amor, y ahora están comprometidos en matrimonio.
Las parroquias también actuaron según lo que discernieron. Una parroquia, al escuchar la invitación del Espíritu a fomentar una comunidad más profunda, formó de inmediato pequeños grupos de compartir la fe. Cerca de doscientas personas se inscribieron sin dudarlo, deseosas de crecer en fraternidad y discipulado. Esto no fue un programa impuesto desde arriba, sino una respuesta nacida de la escucha orante.
A través de estos testimonios vimos que el proceso sinodal fue más que diálogo: fue un encuentro con el Dios vivo. Cuando creamos espacio para que Dios hablara, él no nos defraudó. El Espíritu movió corazones al arrepentimiento, la reconciliación, la conversión y a la misión. Quedó claro: no era obra nuestra, sino del Señor.
La voz del Espíritu: temas clave
Del discernimiento surgieron temas claros, ecos de la guía del Espíritu Santo:
Intimidad divina y misión personal: cada discípulo está llamado a permanecer en Cristo (Juan 15, 5). Escuchamos al Espíritu decir: “Tú eres mi plan; descansa en mí y todo se cumplirá”.
La Eucaristía como alma de la parroquia: nuestras parroquias deben ser lugares donde Jesús Eucaristía sea encontrado y compartido. Como decía el venerable Fulton Sheen: “La guerra se gana ante el Santísimo”.
Sanación y unidad: la sanación debe comenzar con el arrepentimiento y la reconciliación, fluyendo del clero hacia los laicos, de las parroquias hacia las comunidades. Estamos llamados a ser instrumentos de la sanación de Cristo, reconociendo las heridas del pasado y construyendo puentes a través de las divisiones de cultura, lengua e historia. La unidad no es una armonía superficial, sino una comunión sobrenatural enraizada en la verdad y en el amor.
La misión de la familia: las familias están llamadas a ser iglesias domésticas, lugares de sanación y formación, donde los padres sean capacitados como los principales formadores de sus hijos en la fe. Escuchamos el profundo deseo de las familias de ser acompañadas y apoyadas para vivir esta vocación en medio de los desafíos actuales.
Acompañar y capacitar: nuestras parroquias deben ser comunidades donde todos sean acogidos como hijos amados de Dios, donde el acompañamiento no sea un programa sino una cultura. Debemos capacitar a los laicos, protagonistas de la misión en el mundo, para que conozcan sus dones y carismas y los usen con valentía al servicio del evangelio.
Volver a nuestro primer amor: Por encima de todo, el Espíritu nos invitó a redescubrir la sencillez del discipulado: amar a Dios y al prójimo con un corazón indiviso. “Haz menos y lograrás más”, parecía decirnos el Señor. No perdamos de vista a aquel que es la fuente de toda misión.
Los primeros frutos del camino
¿Qué vimos como frutos de este camino sinodal? En primer lugar, el mismo proceso dio fruto: a través del discernimiento en oración, las agendas personales cedieron paso a un sentido compartido de la guía del Espíritu. La unidad y la sanación comenzaron a echar raíces donde antes reinaba la división.
Fuimos testigos de conversiones: personas reconciliadas entre sí, con sus pastores y con la Iglesia. Matrimonios que hallaron sanación en su relación. Nuevas amistades que surgieron; vocaciones que fueron discernidas; y pequeñas comunidades de fe que nacieron para profundizar en la fraternidad y la misión. En lugar de buscar planes humanos, el plan de Dios revelado en la escritura se volvió la prioridad. Se buscaron los caminos de Dios y no los del mundo.
Las parroquias dieron pasos inmediatos para encarnar lo que habían escuchado: formar pequeños grupos, crear oportunidades de acompañamiento para las familias y fomentar una cultura de acogida y hospitalidad.
Por encima de todo, vimos que cuando nos entregamos al Espíritu Santo —cuando lo dejamos ser el planificador— la Iglesia revive. La verdad antigua del evangelio encontró expresiones nuevas y creativas, adecuadas para esta era apostólica.
Siempre antigua, siempre nueva
Al mirar hacia adelante, sabemos que este camino sinodal es solo el comienzo. La obra de sanación, unidad y misión continúa. Estamos comprometidos con un discernimiento, una formación y una acción permanentes, buscando siempre ser fieles a lo que el Espíritu dice a la Iglesia del norte de Colorado, “con los ojos fijos en Jesús, que inicia y lleva a la perfección la fe” (Hebreos 12, 2). Sabemos, por la fe, que cuando permanecemos en Jesús, daremos fruto como él lo ha prometido (Juan 15).
Las palabras de san Agustín siguen guiándonos: “Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva”. Que nosotros, la Iglesia de Denver, lo amemos cada día de nuevo y proclamemos con valentía su hermosura en este tiempo. Caminemos juntos, con el corazón renovado, como sus testigos en esta era apostólica.
Dado en Denver, Colorado, en la curia arquidiocesana, el St. John Paul II Center for the New Evangelization, el 28 de agosto del 2025, el memorial de san Agustín.
+ Excmo. Mons. Samuel J. Aquila, S.T.L.
Arzobispo de Denver