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La Biblia nació del corazón de la Iglesia

La Biblia es un testamento vivo de que la Iglesia primitiva era la Iglesia católica. Esto se debe a que la Biblia es inseparable de la Tradición, algo que la Iglesia siempre ha proclamado. El canon bíblico, la lista de libros inspirados, nos muestra que solo una institución guiada por el Espíritu Santo y arraigada en la tradición oral de los apóstoles podía discernir cuáles escritos habían sido inspirados por el Espíritu Santo.

La Iglesia no nació del Nuevo Testamento, sino que fue este el que surgió de la Iglesia. Antes de que los Evangelios se pusieran por escrito, los apóstoles y sus discípulos ya habían predicado oralmente el evangelio. Sin embargo, después de su muerte comenzaron a surgir textos supuestamente escritos por los apóstoles que enseñaban doctrinas distintas a las que la Iglesia habían recibido de ellos. Por eso, la Iglesia primitiva se vio obligada a proteger los verdaderos y rechazar los falsos.

Podemos ver que utilizaron al menos cuatro criterios importantes para hacerlo: 1) apostolicidad, 2) ortodoxia, 3) uso litúrgico y 4) testimonio de los padres apostólicos; (este último se hará evidente a lo largo de las explicaciones). En este artículo nos limitaremos al ejemplo de los cuatro Evangelios.

Apostolicidad

El criterio más importante que la Iglesia primitiva utilizó para distinguir los verdaderos Evangelios de los falsos consistía en determinar su origen apostólico: si el escritor era un apóstol o el discípulo de un apóstol. El criterio no solo se basaba en la ortodoxia —si los escritos estaban de acuerdo con el evangelio que habían predicado los apóstoles. Esto se ve en el hecho de que existían varios escritos edificantes que nunca llegaron a formar parte del canon bíblico por no haber sido escrito por un apóstol o uno de sus discípulos.

¿Cómo sabemos entonces que Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los cuatro Evangelios? Veamos primero la evidencia que tenemos de los padres apostólicos sobre los cuatro Evangelios.

San Papías (Ca. 60-130 d. C.)

Papías, obispo de Hierápolis, fue discípulo del apóstol san Juan y escribió una obra ahora perdida en torno al año 130. Solo nos quedan fragmentos gracias al historiador Eusebio del siglo IV, quien cita su obra para hablar de los Evangelios de Mateo y Marcos:

“Sobre Mateo, [Papías] dice así: ‘Mateo compuso su discurso en hebreo y cada cual lo fue traduciendo como pudo. […] ‘Marcos, que fue intérprete de Pedro, escribió con exactitud todo lo que recordaba […] de modo que Marcos no se equivocó en absoluto cuando escribía’” (Historia eclesiástica, 39).

Fragmento Muratoriano (Ca. 170 d. C.)

Contamos también con el fragmento muratoriano, que se ha fechado en torno al año 170. Lo que sobrevive del fragmento nos habla de los otros dos Evangelios: Lucas y Juan.

“El tercer libro del Evangelio es según Lucas. Lucas, el afamado médico, lo compuso en su propio nombre, y según la creencia [general], cuando Pablo lo llevó consigo […]. Pero él nunca vio al Señor en la carne; por eso, según comprobó los eventos, comienza con la narración del nacimiento de Juan”.

“El cuarto de los Evangelios es el de Juan, [uno] de los discípulos. Juan dijo a los obispos y discípulos que estaban con él, quienes le habían insistido que [pusiera todo por escrito]: ‘Ayunen conmigo de hoy a tres días, y que se ponga en común lo que sea revelado a cada uno’. Esa misma noche se le reveló a Andrés, [uno] de los apóstoles, que Juan debía escribir todas las cosas bajo su propio nombre mientras que los demás revisarían el escrito” (Fragmento muratoriano).

Naturalmente podemos concluir que los primeros dos Evangelios mencionados eran los de Mateo y Marcos, ya que esa es la Tradición que hemos recibido, tal como lo muestra san Ireneo unos años después.

San Ireneo de Lyon (Ca. 180 d. C.)

En el año 180 d. C. san Ireneo menciona claramente los cuatro Evangelios y afirma que no puede haber “ni uno más, ni uno menos”. San Ireneo escribe: “Mateo, (que predicó) a los Hebreos en su propia lengua, también puso por escrito el Evangelio, cuando Pedro y Pablo evangelizaban y fundaban la Iglesia. Una vez que estos murieron, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, también nos transmitió por escrito la predicación de Pedro. Igualmente, Lucas, seguidor de Pablo, consignó en un libro ‘el Evangelio que este predicaba’. Por fin Juan, el discípulo del Señor ‘que se había recostado sobre su pecho’ redactó el Evangelio cuando residía en Éfeso” (Contra las herejías, 3.1). Solo estos cuatro Evangelios, gracias a la Tradición, se consideraron de autoría apostólica y enseñaban el verdadero Evangelio.

Ortodoxia

El segundo criterio que la Iglesia primitiva utilizaba para distinguir los verdaderos Evangelios era la ortodoxia, es decir, si concordaban con la enseñanza que habían recibido de los apóstoles y sus discípulos —en otras palabras, la tradición oral—. Esta tradición oral sirvió como regla de inspección para discernir enseñanzas falsas.

Aquí podemos desmentir una idea común y falsa. Muchos cristianos no católicos creen que la Iglesia nació de la Biblia, pero la realidad es que fue al revés: la Biblia nació de la Iglesia. Fue la Iglesia la que decidió, bajo la inspiración del Espíritu Santo, cuáles libros del Antiguo Testamento eran inspirados. Y fue la Iglesia la que escribió el Nuevo Testamento en gran parte para la Iglesia ya existente.

Solo basta leer que los Hechos de los Apóstoles hablan de la iglesia “en Jerusalén” (Hc 8,1), “en toda Judea y Galilea y Samaria” (Hc 9,31) y “en Antioquía” (Hc 13,1). Se dice que Pablo y Bernabé fueron “enviados por la Iglesia” a Jerusalén (15,3) donde fueron “acogidos por la Iglesia y los apóstoles y los presbíteros” (15,4).

San Pablo mismo hace referencia a esta tradición oral: “Manténganse firmes y conserven las tradiciones que han aprendido de nosotros, de viva voz o por carta” (2 Tes 2,15).

San Pablo quiere que rechacen las falsas enseñanzas y los falsos profetas con la tradición que han recibido, tanto escrita como oral.

Este celo por salvaguardar la tradición oral de los apóstoles y usarla como criterio de verdad se ve en los escritos de los padreas apostólicos. Tertuliano escribe:

“Esta regla de fe ha llegado a nosotros desde el principio del evangelio, incluso antes de cualquiera de los herejes antiguos. […] Bajo este principio también debemos encontrar a partir de ahora la presunción de la fuerza de igualdad contra cualquier herejía: que todo lo primero es cierto, mientras que lo posterior es espurio” (Contra Práxeas, 1).

Uso litúrgico

Otro criterio que la Iglesia de los primeros siglos utilizó para discernir los verdaderos Evangelios de los falsos fue el uso que se les dio en la comunidad y la liturgia desde que fueron escritos.

San Justino nos dice en su descripción de la Misa: “Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible” (Primera apología, 66). San Justino usa “memorias de los apóstoles” para referirse a los Evangelios, como se puede ver en otros de sus escritos.

Pero esta práctica se hace visible incluso desde san Pablo, que ordena que sus cartas sean leídas en diferentes iglesias: “Les ordeno, en nombre del Señor, que se lea esta carta a todos los hermanos” (1 Tes 5,27). “Después de que sea leída esta carta entre ustedes, procuren que sea leída también en la iglesia de Laodicea, y consigan, por su parte, la que ellos recibieron, para leerla ustedes” (Col 4,16).

Judaísmo y liturgia 

Este uso de las Escrituras no era nada nuevo. De hecho, era una herencia del judaísmo. También los escritos más sagrados para los judíos eran leídos en comunidad, pues estaban dirigidos a todo el pueblo elegido de Dios. Dios ordena en Deuteronomio 31,12 que la Ley sea proclamada en asamblea. Y Jesús, “según la costumbre”, lee las Escrituras en la sinagoga, pues ahí se conservaban, y las explica (Lc 4,16-18). Esta práctica se extendió a la Iglesia primitiva y ha continuado a través de los siglos.

Escrituras en la Santa Misa

La práctica esencial de leer las Escrituras durante la Misa incluso queda plasmada en el Evangelio de san Lucas, que nos presenta una breve descripción de la liturgia eucarística en la aparición de Cristo a los discípulos de Emaús (Lc 24,13- 35). Este pasaje muestra las dos partes principales de la Misa: la liturgia de la palabra y la liturgia de la Eucaristía. Jesús se acerca a los dos discípulos el día de su resurrección y les explica “lo que decían de él las Escrituras” (24,27). Después, cuando llegan al pueblo, celebra la Eucaristía con ellos: “Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (24,30-31).

Todo esto nos muestra que los Evangelios, y lo que ahora llamamos Biblia, nacieron del corazón de la Iglesia, del tesoro más grande de los apóstoles: el evangelio de Cristo, predicado por escrito y oralmente.

Este artículo se publicó en la edición de la revista de El Pueblo Católico titulada «El tesoro de los Apóstoles». Lee todos los artículos o la edición digital de la revista AQUÍ. Para suscribirte a la revista, haz clic AQUÍ.

 

Vladimir Mauricio-Pérez
Vladimir Mauricio-Pérez
Vladimir Mauricio-Pérez es el editor de El Pueblo Católico y el gerente de comunicaciones y medios de habla hispana de la arquidiócesis de Denver.
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