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Arzobispo de Denver: La coherencia eucarística es una cuestión de amor

El 14 de abril de 2021, America Magazine, como parte de sus “Conversaciones” en curso en America Media, publicó un artículo que escribí titulado “Para vivir con coherencia eucarística, la Iglesia ha de llamar a los católicos a la conversión”. En ese artículo hice una serie de observaciones.
En primer lugar, observé que la cuestión de la coherencia eucarística no tiene que ver principalmente con el derecho canónico o la disciplina apropiada, sino que es una cuestión de amor, una cuestión de caridad hacia el prójimo. Me referí a san Pablo que dejó claro que hay peligro para el alma de uno si recibe el cuerpo y la sangre de nuestro Señor de una manera indigna. Lo que san Pablo enseña es cierto para todo católico, pero es particularmente relevante con respecto al falso testimonio que muchos funcionarios públicos a veces mantienen en relación con las verdades más fundamentales de la persona humana.  Hice hincapié en que cuando la Iglesia minimiza el peligro de una recepción indigna de la Eucaristía, ella no ama adecuadamente a aquellos que continúan poniendo en peligro su alma. Es especialmente negligente para mí, como obispo, quedarme callado cuando las personas a las que estoy llamado a amar pueden estar poniendo en peligro su alma eterna.
En segundo lugar, discutí la cuestión de la conciencia personal. Hoy en día, a menudo oímos hablar del primado de la conciencia en la decisión de una persona en torno a la Eucaristía. Sin embargo, la conciencia no excusa ninguna decisión por el simple hecho de que una persona haga un juicio personal sobre el bien y el mal. Existe una obligación previa de que la conciencia se forme adecuadamente, para que el bien y el mal puedan discernirse adecuadamente. Una conciencia bien formada somete el corazón, la voluntad y la mente de la persona a la voluntad de nuestro Padre amoroso. También debemos comprender que la conciencia puede ser errónea si no está formada y que nunca debe ir en contra de la ley de Dios. Es Dios, y no la humanidad —y sobre todo el gobierno— quien determina el bien y el mal. Como obispo, tengo la obligación de ayudar a los fieles a mi cargo a formar adecuadamente su conciencia, una conciencia que esté de acuerdo con el Evangelio y la enseñanza magisterial de la Iglesia. Me tomo esta responsabilidad muy en serio, y por eso me he sentido obligado a abordar el error de que cualquier católico bautizado puede recibir la comunión si simplemente lo desea. Así, esta formación de la conciencia es especialmente importante en el contexto cultural actual, en el que muchos, incluso entre los políticos católicos, apoyan y promueven el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre personas del mismo sexo y diversas formas de ideología de género.
En tercer lugar, concluí en mi artículo afirmando que es necesario que haya una coherencia eucarística, es decir, que quienes reciban el cuerpo y la sangre resucitados de Jesús en la comunión estén en plena comunión con la Iglesia y su enseñanza. La situación eclesial actual es una oportunidad para mí y para todos los obispos de volver a comprometernos con una predicación de Jesucristo sin complejos. Lo que debería llenar nuestras iglesias no es un discurso blando del Evangelio, sino una fe profunda y auténtica en Jesús, arraigada en nuestro amor personal por él como nuestro Señor y Salvador. La Iglesia ofrece, en el amor, la verdadera vida: la liberación del pecado y de la condenación, y una vida santa vivida en Cristo Jesús. Yo mencionaba en el artículo que los santos deben ser nuestro modelo. Nos muestran cómo la fe en Jesús lleva a una entrega radical a la voluntad del Padre, sin importar las consecuencias políticas o sociales, sin importar el costo, como incluso lo atestiguan los mártires de hoy.
Las respuestas que he recibido a mi artículo han sido abrumadoramente positivas.
Sin embargo, un obispo expresó su preocupación. Pensó que mi artículo daba la impresión de que la gracia disponible en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, depende de la dignidad del ministro o de la dignidad del receptor. Cito su carta: “Observo respetuosamente que afirmar que podemos hacer algo para disminuir la Eucaristía, o sus efectos, es contrario a la antigua enseñanza de la Iglesia. La teología sacramental católica se basa en la premisa de que los sacramentos son obra de Cristo, que es el significado de la afirmación de la Iglesia en Trento (DS 1608) de que los sacramentos actúan ex opere operato, o, como escribió santo Tomás en la Summa, III, 68,8: ‘La eficacia del sacramento no depende de la justicia del hombre que le administra ni de la justicia del hombre que le recibe, sino del poder de Dios’. Debido a la naturaleza de Dios, Cristo y sus obras nunca pueden ser disminuidos por ningún acto de nuestra parte”.
En respuesta al obispo, le aseguré que no había hecho tal afirmación. Más bien, sostuve, al igual que la Iglesia, que la gracia está disponible ex opere operato, es decir, la promulgación válida de los sacramentos pone a disposición la gracia de los sacramentos. Así, ni el ministro del sacramento ni la persona que participa del sacramento pueden atenuar la gracia del sacramento. Sin embargo, cómo se recibe (ex opere operantis), es decir, el beneficio de recibir el sacramento, depende de la condición de la disposición espiritual del sujeto. Sin embargo, debido a la confusión que pude haber causado, le prometí al obispo que haría una aclaración pública. Lo siguiente, entonces, es mi amplificación de lo que había declarado anteriormente.
La cita del obispo hace referencia a la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino, Parte III, Artículo 68, pregunta 8, donde santo Tomás de Aquino afirma que “la eficacia del bautismo no depende de la justicia del hombre que le administra ni de la justicia del hombre que le recibe, sino del poder de Dios”. Respondí que estaba totalmente de acuerdo con santo Tomás y no pretendía nada contrario a esa declaración verdadera. Sin embargo, observé que la respuesta de santo Tomás es compleja. Él enfatiza tanto en el cuerpo del artículo como en sus respuestas, que la “verdadera fe” es necesaria para el bautismo, no en administración del sacramento, que se administra ex opere operato, sino para que la persona bautizada pueda cosechar adecuadamente los beneficios salvíficos del sacramento. “Así como el sacramento del bautismo no debe ser conferido a un hombre que no está dispuesto a renunciar a sus otros pecados, tampoco debe ser dado a alguien que no está dispuesto a renunciar a su incredulidad. Sin embargo, cada uno recibe el sacramento si se le confiere, aunque no para la salvación”. El bautismo, aunque se administra válidamente, no es “para la salvación” si la “verdadera fe” está ausente. En otras palabras, si alguien no profesa la fe tal como se encuentra en el credo, esa persona, aunque esté válidamente bautizada, no obtiene los beneficios salvíficos del bautismo.
Esta enseñanza es igualmente cierta en lo que respecta a la Eucaristía. Santo Tomás escribe que alcanzar la gloria es el beneficio del sacramento, pues se participa en la muerte y resurrección salvíficas de Jesús y se participa de su cuerpo y sangre. Sin embargo, “Como la pasión de Cristo no produce su efecto en los que no se comportan con respecto a ella como deben, así tampoco por este sacramento consiguen la gloria los que lo reciben indignamente. Por lo que san Agustín… dice: ‘Una cosa es el sacramento y otra la virtud del sacramento. Muchos lo toman del altar, y comiéndolo mueren’… Por consiguiente, no hay que maravillarse si los que no conservan la inocencia no consiguen el efecto de este sacramento” (S.T. III, 79, 2, ad.2, énfasis añadido). Por lo tanto, tanto Tomás como Agustín dejan claro que la recepción indigna de la Eucaristía disminuye el efecto del sacramento.
Además, la Constitución sobre la Divina Liturgia del Vaticano II anima a los pastores a asegurar que los fieles participen activamente en la liturgia:
“Mas, para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano. Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente” (11).
El Catecismo de la Iglesia Católica es de la misma opinión. “Siempre que un sacramento es celebrado… el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe” (1128).
Como se señaló anteriormente, tal entendimiento está en consonancia con el mismo san Pablo: “Por tanto, quien coma el pan y beba la copa del Señor indignamente, comete pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor. En consecuencia, que cada uno se examine antes de comer el pan y beber la copa. Quien come y bebe sin reconocer el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condena” (1 Cor 11, 27-30; véase también Concilio de Trento, 13ª Sesión, capítulo 7 y Canon 11, y el Catecismo de la Iglesia Católica 1385 y 1457).
Por último, a la luz de la enseñanza de Pablo, santo Tomás de Aquino ofrece un argumento muy revelador sobre la recepción de la comunión en estado de pecado mortal.   Él escribe:
“En este sacramento, como en los otros, lo que es sacramento es signo de lo que es la cosa producida por el sacramento. Ahora bien, la cosa producida por este sacramento es doble, como se ha dicho ya (q.60 a.3 s.q.; q.73 a.6). Una, significada y contenida en el sacramento, y que es el mismo Cristo. Otra, significada y no contenida, y que es el cuerpo místico de Cristo: la sociedad de los santos. Por tanto, quienquiera que recibe este sacramento, por el mero hecho de hacerlo, significa que está unido a Cristo e incorporado a sus miembros. Pero esto se realiza a través de una fe formada, fe que nadie que esté en pecado mortal tiene. Es claro, pues, que quienquiera que reciba este sacramento en pecado mortal, comete una falsedad con él. Por lo que incurre en sacrilegio como violador del sacramento y, consiguientemente, peca mortalmente” (S.T., Parte III, pregunta 80, artículo 4). 
Cuando uno participa de la Eucaristía, está declarando por su propia acción que está en comunión con Cristo y su Iglesia. Sin embargo, si uno está en pecado mortal al recibir la comunión, está mintiendo, porque, al estar en un estado de pecado mortal, no está en comunión con Cristo ni con su Iglesia.
Espero haber aclarado con lo anterior la intención y el contenido de mi artículo original. Mi oración más profunda es, tanto en mi artículo original como ahora en esta aclaración, que este sea un momento en el que nuestra fe católica pueda ser proclamada con claridad y valentía, y que la gente llegue a encontrar a Jesucristo muy especialmente en los sacramentos de la Iglesia y en el don de la Eucaristía. Como dije al principio, me tomo en serio mi obligación, para no ser condenado, de proclamar de forma clara, completa y coherente lo que la Iglesia cree y enseña, pues solo así estoy alimentando a los fieles a mi cargo con la plenitud del Evangelio de Jesucristo.
Este artículo fue publicado originalmente por Catholic World Report. Se republica aquí con permiso.

Arzobispo Samuel J. Aquila
Arzobispo Samuel J. Aquila
Mons. Samuel J. Aquila es el octavo obispo de Denver y el quinto arzobispo. Su lema es "Haced lo que él les diga" (Jn 2,5).
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