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viernes, abril 26, 2024
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Soberbia, envidia y pereza: Las tres hijas malvadas del rey tirano

Por el padre Héctor Chiapa-Villareal, párroco de Santa Teresa en Aurora, Colorado.

San Agustín nos dice: “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial”. En esta vida, la ciudad de Dios ya se hace presente a través de la caridad, que es el amor a Dios que él nos da y con el cual él quiere ser amado.

Nosotros anhelamos ir a la ciudad de Dios, el cielo, y podemos ya desde ahora vivir en su antesala, al vivir en la caridad, que, según santo Tomás, es amistad entre Dios y el hombre. Más concretamente, la caridad es una realidad creada, un hábito sobrenatural infundido por Dios en el alma y más específicamente aún, es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad por la que amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por amor a Dios.

La ciudad terrena, opuesta a la ciudad de Dios, es el lugar en donde no queremos vivir, porque es ahí en donde reina un tirano llamado amor propio. Tal malvado rey tiene siete hijas perversas y monstruosas que hacen miserable nuestra vida. En orden de maldad y fealdad así se ordenan las desdichadas: la soberbia, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria.

Soberbia

Luchan directamente en contra de la caridad creada, que es la amistad con Dios, la primogénita horrible que es la soberbia, siguiéndole las perversas envidia y pereza. Hay que denunciarlas para poder renunciar a su tiranía, porque cuando damos cabida al pecado en nuestra vida, ennegrece nuestras almas de tal manera que como dice santa Teresa: “No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra que no lo esté mucho más”.

San Agustín describe al pecado de la soberbia como curvatus in se, literalmente “curvado en sí mismo”, podríamos decir “torcido hacia adentro”, así como una uña enterrada en un dedo y que lo infecta. La soberbia es el ejemplo por excelencia de ese estar “torcido hacia adentro”, porque esta no es sino el estar constantemente preocupado por sí mismo, viéndose a sí como el centro del mundo, pensando solamente en uno mismo, en el propio bienestar. Aquel que solamente piensa en sí mismo no puede amar a nadie.

El antídoto en contra de la soberbia es la humildad, virtud fundamental en la vida espiritual. Sin humildad no puede haber una auténtica vida espiritual. Santo Tomás la describe como la virtud que modera la búsqueda de la propia excelencia. De una manera más vívida, santa Teresa la describe como “andar en verdad”. ¿Qué quiere decir andar, caminar, en la verdad? La santa continúa: “No tenemos cosa buena en nosotros, sino la miseria, y ser nada, y quien esto no entiende, anda en mentira” 6. En otras palabras, orar como el publicano en el templo: “Señor, ten piedad de mí porque soy pecador” (Lc 18,13). Sin embargo, hay otro aspecto fundamental que complementa a la humildad: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos. Esta es la intuición central en la que santa Teresita basa su vida y su doctrina de la infancia espiritual: si Dios es Padre y nosotros sus hijos, entonces hay que abandonarse completamente y vivir en el gozo de su amor.

La humildad nos hace permanecer tranquilos en la experiencia de ser amados infinitamente por nuestro Padre celestial, al mismo tiempo que constantemente reconocemos nuestros pecados y confiamos en ser perdonados por su misericordia infinita.

Envidia

La segunda malvada que destruye la amistad con Dios es la envidia. El novelista Gore Vidal da voz siniestra a la envidia al decir: “Cada vez que un amigo triunfa, algo se muere dentro de mí”. Esta perversa envidia está presente incluso en la familia de Adán y Eva, en donde el primer homicida de la historia fue el hombre lleno de envidia en contra del hermano elegido por Dios: Caín, fratricida de Abel.

¿Cómo desterrar la envidia de nosotros? A través de la virtud de la gratitud, observando con calma los muchos dones y talentos que Dios nos ha dado y dándole gracias por cada uno, sabiendo que él nos los ha dado no porque lo merezcamos, sino simplemente porque él nos ama. Esta verdad revelada hay que grabarla en nuestro corazón: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si todo lo has recibido, entonces ¿por qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?” (1Cor 4,7).

Es necesario también notar los dones y talentos de los demás y dar gracias a Dios por ellos, porque en el amor verdadero, los dones del otro nos alegran, ya que de alguna manera son nuestros al estar en comunión con Dios y con los demás. A medida que la gratitud crezca, así también crecerá el gozo al ver los talentos ajenos.

Pereza

La otra malvada que nos separa de la caridad es la pereza, la cual no es principalmente la flojera de la persona inútil que no hace nada, sino fundamentalmente la tristeza paralizante frente al bien verdadero. Si el bien más grande es Dios y la amistad con él, entonces la pereza es entristecerse en presencia de Dios y su amistad, viviendo inmersos en la ciudad terrena, incluso en una actividad frenética que nos tiene exhaustos. Es perezoso aquel que trabaja tres turnos de trabajo y no tiene tiempo ni energía ni ganas para rezar ni para ir a Misa. Dorothy Sayers la describe así: “El envenenamiento total de la voluntad, que comenzando con indiferencia y una actitud de ‘me importa muy poco’ se extiende hasta rechazar deliberadamente el gozo y culmina en una mórbida introspección y desesperación”.

¿Cómo combatir esta horrible pereza? A través de la virtud de la diligencia, que pertenece a la caridad. En latín diligere significa amar y cuidar. Particularmente, significa el cuidado atento en las acciones, buscando el bien verdadero, tanto de uno mismo como de los demás. Una manera efectiva de comenzar a ser diligentes es practicar maneras concretas y sencillas de procurar el bien del prójimo, así como el cumplir generosamente nuestras obligaciones con Dios. Como dice el autor sagrado: “Manifiesta hasta el fin la misma diligencia para la plena realización de la esperanza” (Hb 6,11).

Santa Catalina de Siena nos dice que “todo el camino hacia el cielo es ya parte del cielo”. Si vivimos en la caridad ya estamos entrando en la ciudad de Dios al gozar de su amistad. ¡Tengamos el valor de derrocar al tirano del amor propio y desterrar de nuestro corazón a sus hijas malvadas, los pecados capitales!

 

Este artículo se publicó en la edición de la revista de El Pueblo Católico titulada «Déjate transformar por la caridad». Lee todos los artículos o la edición digital de la revista AQUÍ. Para suscribirte a la revista, haz clic AQUÍ.

 

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