48.7 F
Denver
viernes, abril 26, 2024
InicioRevistaTuve que perdonar a Dios…

Tuve que perdonar a Dios…

Por Jeannie Ewing, escritora católica

Incliné la cabeza en el confesionario y, llorando, le dije al sacerdote: “Padre, creo que he perdido la fe”. No estaba segura si podía expresar claramente lo que había estado reflexionando, y apenas se me entendía lo que decía entre sollozos y lágrimas… El miedo que tenía se disipó cuando el sacerdote me hablo con la ternura de Cristo: “Tus pecados están perdonados. Sigue viniendo”. Al salir del confesionario, sentí el alivio de expresar la ira que sentía contra Dios.

Unos meses antes me había enterado de que tendría un quinto hijo. Fue una noticia inesperada para mi esposo y para mí. Nuestro hijo más pequeño, Joseph, solo tenía seis meses, y yo estaba sufriendo terriblemente de depresión posparto. Enterarme de que pronto tendría otro bebé acabó con toda esperanza de al fin poder descansar y recuperarme.

Cruces

No era la primera vez que me enfadaba con Dios. En el 2013, mi esposo Ben y yo nos enteramos de que nuestra segunda hija, Sarah, tenía una enfermedad genética rara llamada síndrome de Apert. No lo sabíamos hasta que nació.

En ese tiempo dudé de todo lo que me habían enseñado desde niña sobre Dios. Sabía que Dios lo sabe todo y a veces permite incluso el sufrimiento que no queremos o entendemos. La teología nunca me resultó difícil, pero vivirla resultó ser una hazaña mucho más dificultosa.

El sinnúmero de exámenes médicos, operaciones y terapias para Sarah rápidamente destruyeron todos los sueños que tenía para mi familia. Día tras día le reclamaba al Dios que se quedaba callado y solo me lastimaba. “¿Cómo puedes olvidarme en un tiempo como este?”, le decía y me lamentaba. Y no había respuesta.

Soledad

En el fondo, nuestra sociedad sostiene dos ideas que hirieron mi espíritu mientras intentaba hacer frente a mis problemas: “Tú elegiste tener a estos niños, así que tienes que aguantarte y criarlos” y “No muestres ningún tipo de sentimiento que incomode a las personas que te rodean”.

Por mucho tiempo intenté responder amablemente a las palabras de familiares y amigos que con buenas intenciones me decían cosas como: “No te preocupes, va a estar bien” o “Al menos no es tan malo como lo que la pasó a esta persona” o “Podría ser peor”.

Cada mensaje estereotípico que yo misma había dicho alguna vez ahora me resultaba repugnante y doloroso. Me lastimaba especialmente cuando personas de fe rápidamente ignoraban mi dolor y me decían: “Perdón que no pueda hacer más por ayudarte, pero estaré orando por ti”.

La idea de que Dios no nos da más de lo que podemos soportar o de que todo sucede por alguna razón no es suficiente cuando el sufrimiento cala hasta los huesos y desnuda la fe. Cuando uno se encuentra triturado bajo el peso de una cruz que no logra comprender, suele caminar solo.

Búsqueda

Un día mi directora espiritual me dijo que, de hecho, era bueno que creyera que había “perdido” la fe. “Quizá en realidad has sobrepasado la fe que tenías”, me dijo: tal como una serpiente deja su piel mientras crece. De la misma manera, la idea limitada que a veces tenemos de la fe y de cómo debería ser no puede abarcar la grandeza de un Dios que es Misterio encarnado.

Nunca dudé de la existencia de Dios todopoderoso. Mi problema principal era que no lograba comprender cómo Dios podía permitir pérdida tras pérdida sin darnos casi ningún tipo de alivio y aún así ser misericordioso… Me sentía olvidada, abandonada.

Pensaba en Job, en los salmos, leía el Evangelio y a los santos, pero me resultaba difícil comprenderlo… Una vez llegué a decir en voz alta: “¿Quién de ustedes daría a alguien una víbora si pidiera un pescado? Tú lo harías, Dios. Tú me lo hiciste a mí”.

Muchos teólogos muestran con exaltación doctrinas para explicar el problema del sufrimiento. Aunque estas razones son necesarias, para aprender a navegar en una cultura caprichosa que nos dice que nos enfoquemos primero en nosotros mismos, ofrecer una respuesta seca del Catecismo ante el sufrimiento de una persona es más digno de un fariseo que de alguien que ama.

Fidelidad

Lo que aprendí fue que muchas veces la verdadera madurez espiritual se da cuando aceptamos que no siempre encontraremos todas las respuestas al sinnúmero de preguntas que tenemos.

Es cierto, para ser precisos, que Dios no necesita de nuestro perdón porque es perfecto, pero a veces nosotros sí necesitamos expresar nuestra ira, rabia y resentimiento cuando sus caminos no son comprensibles. El camino de cada persona al cielo se basa en la simple pero desafiante fidelidad a Dios.

La fidelidad a Dios significa que debemos permanecer dispuestos a vivir cada experiencia humana, que ofrezcamos honestamente a él cada pensamiento y sufrimiento. Significa llegar cada día a la oración para conversar con él, aunque sean cinco minutos llenos de lágrimas o una hora santa entera.

La manera en que aprendemos a perdonar a Dios es la manera en que aprendemos a perdonar a los demás y a nosotros mismos, y, al final, a caminar y llevar a los heridos al Refugio de amor, que es él.

Este artículo se publicó en la edición de la revista de El Pueblo Católico titulada «Resurección tras el perdón». Lee todos los artículos o la edición digital de la revista AQUÍ. Para suscribirte a la revista, haz clic AQUÍ.

Artículos relacionados

Lo último