Uno de nuestros seguidores en Facebook, Gonzalo Nila, de León, México, nos hace esta pregunta: ¿Por qué los sacramentos de la Iglesia Católica, como la Eucaristía, son válidos en la Iglesia Ortodoxa, si esta iglesia está separada de la iglesia católica romana? Compartimos la respuesta de Mons. Jorge De los Santos, Vicario del Ministerio Hispano en Denver.
La teología Ortodoxa concuerda generalmente con la Católica, pues ambas poseen una herencia común en el orden dogmático y litúrgico. Los ortodoxos poseen un gran número de elementos de nuestra Iglesia, como son: El Bautismo con todos los demás Sacramentos, y con sus respectivas gracias sacramentales; la sucesión apostólica en el episcopado y en el sacerdocio, aunque no admitan la institución del Primado jurisdiccional romano; los poderes eclesiásticos de orden en toda su plenitud, con un verdadero y auténtico episcopado y de magisterio a través de los Concilios, Santos Padres del Oriente, vida litúrgica, etc. (aunque esté, por efecto de la ruptura, en estado restringido y precario).
La doctrina de los sacramentos en los ortodoxos es generalmente igual a la católica. Las diferencias y discrepancias que existen, han sido y son, ya desde los primeros tiempos, más de disciplina que de doctrina. Su definición de Sacramento coincide sustancialmente con la católica, y en cuanto al número, comúnmente aceptan siete, al igual que nosotros.
Con respecto a la Eucaristía, tanto la Iglesia Católica Romana como la Iglesia Ortodoxa creen firmemente en la presencia real y total de Cristo en el pan y vino consagrado, es decir creen que Jesucristo está presente en su Cuerpo, en su Sangre, en su Alma, en su Divinidad, en todo su Ser. Su validez está en función de la sucesión apostólica.
Sobre este tema de la sucesión apostólica, copiamos casi textualmente, la explicación de Benedicto XVI en su Audiencia del 10 de mayo de 2006:
«El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en los que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato recibido del Señor, los Doce, después de su Ascensión, primero completan su número con la elección de Matías en lugar de Judas (cf. Hch 1, 15-26); luego asocian progresivamente a otros en las funciones que les habían sido encomendadas, para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a Pablo (cf. Ga 1, 1), pero Pablo, a pesar de haber sido llamado por el Señor como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los Doce (cf. Ga 1, 18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. 1 Co 11, 23; 15, 3-4), y en la distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles, junto con otros, por ejemplo con Bernabé (cf. Ga 2, 9).
Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Éste es el camino por el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará ministerio episcopal, «episcopé»…
Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. El vínculo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles se entiende, ante todo, en la línea de la continuidad histórica.
La sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico. Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. No es una simple concatenación material; es, más bien, el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de los que son ordenados para el ministerio mediante la imposición de las manos y la oración de los obispos.
Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de los Apóstoles y de sus sucesores es Él quien nos habla; mediante sus manos es Él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, al que seguimos con gran confianza, gratitud y alegría».