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viernes, abril 26, 2024
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Origen bíblico de la confesión

Por Daniel Campbell*

Cuando se trata de la misericordia de Dios, ¿existe un encuentro más grande que el que tenemos en el confesionario?

Santo Tomás de Aquino dice que la misericordia de Dios —expresada tan profundamente en el perdón de los pecados— es el mayor signo de su omnipotencia: “La omnipotencia de Dios se manifiesta especialmente en la indulgencia y la misericordia, porque en esto se manifiesta que Dios tiene un poder supremo, que perdona libremente los pecados”. Santo Tomás de Aquino también hace referencia a san Agustín, al decir: «Que un hombre pecador se convierta en un hombre justo es más grande que crear el cielo y la tierra». La creación es ciertamente un poder divino único: hacer todas las cosas de la nada. Sin embargo, crear todas las cosas de la nada todavía palidece en comparación con la obra de Dios de transformar al pecador al estado de gracia. ¡Qué hermoso regalo de nuestro Señor poder recibir la absolución de nuestros pecados y la ayuda para enmendar nuestra vida!

Antiguo Testamento: Prefiguraciones

Aunque el sacramento de la confesión fue instituido por Jesús, eso no significa que el concepto sea extraño al Antiguo Testamento.

Arrepentimiento

Para empezar, el estribillo del arrepentimiento está siempre presente en las páginas del Antiguo Testamento. La necesidad de alejarnos del pecado y volvernos hacia Dios, arrepentidos por nuestras fallas pasadas y decididos a evitarlas en el futuro es explícita en todo el Antiguo Testamento como en los profetas. Leemos en Ezequiel 18, 30-32, en donde se resume el llamado profético: “Arrepiéntanse y apártense de todas sus maldades, para que el pecado no les acarree la ruina. Arrojen de una vez por todas las maldades que cometieron contra mí y háganse de un corazón y de un espíritu nuevos. ¿Por qué habrás de morir, pueblo de Israel? Yo no quiero la muerte de nadie. ¡Conviértanse, y vivirán! Lo afirma el Señor omnipotente”.

Ejemplos de contrición

Si bien los israelitas no siempre escuchan el llamado de Ezequiel, encontramos en el Antiguo Testamento casos increíbles de contrición. El rey David, por ejemplo, después de su relación adúltera con Betsabé, escribe en el Salmo 51: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; Para que seas reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio”.

Confesión pública

Encontramos incluso la confesión pública de los pecados en el Antiguo Testamento: “El día veinticuatro del mismo mes se reunieron los hijos de Israel en ayuno, y con cilicio y tierra sobre sí. Y ya se había apartado la descendencia de Israel de todos los extranjeros; y estando en pie, confesaron sus pecados, y las iniquidades de sus padres. Y puestos de pie en su lugar, leyeron el libro de la ley de Yahvé su Dios la cuarta parte del día, y la cuarta parte confesaron sus pecados y adoraron a Yahvé su Dios” (Nehemías 9, 1-3).

Sacrificios levíticos

Habiendo dicho todo lo anterior, la mayor prefiguración de la confesión en el Antiguo Testamento fueron los sacrificios levíticos. Fueran los sacrificios no expiatorios (ofrendas espontáneas y voluntarias simplemente para complacer a Dios) o expiatorios (ofrecidos como resultado de un crimen, pecado, impureza ritual, etc., en expiación por el pecado), su fin era expresar o restaurar la comunión con Dios.

Los holocaustos u ofrendas quemadas (expiatorias) eran completamente consumidas por el fuego como un regalo puro y total a Dios.

Las ofrendas del grano (no expiatorias) implicaban la mitad de la ofrenda consumida por el fuego y la otra mitad consumida por los sacerdotes como tributo a Dios.

En las ofrendas de paz/bienestar (no expiatorias) se partían los animales y se dividían entre los sacerdotes y quien hacía la ofrenda para celebrar y dar gracias por la liberación de algún daño o mal.

Las ofrendas de purificación (expiatorias) se ofrecían para restaurar la pureza ritual o la transgresión involuntaria, y podían ofrecerse en nombre de un sacerdote, la congregación o un laico en particular.

Por último, estaban las ofrendas de culpa/reparación (expiatorias), hechas en reparación por la culpa y la transgresión de las cosas santas. Se requería que quien ofreciera esta ofrenda confesara sus pecados a un sacerdote y pagara una tarifa de reparación del 20 por ciento al santuario.

Imperfección de los sacrificios

Sin embargo, independientemente del tipo de sacrificio, subsistía una imperfección común: cualquiera que fuera la ofrenda, los sacrificios del Antiguo Testamento no eran eficaces para el perdón de los pecados. Es decir, los sacrificios levíticos solo llegaban hasta cierto punto: expresaban arrepentimiento de quien las ofrecía e incluían un acto externo que lo manifestaba. Pero no importa la contrición, no importa el sacrificio, no importa la pureza de intención, el Antiguo Testamento no contenía los medios para obtener la vida eterna, porque las cosechas y la sangre de los animales no pueden limpiar la conciencia de un hombre y abrir las puertas de cielo. Para esto, debemos acudir al Nuevo Testamento.

Nuevo Testamento: Perdón verdadero

Juan el Bautista, el antecesor del Mesías, gira su ministerio público en torno al refrán familiar del Antiguo Testamento: “¡Arrepentíos!”. Pero a diferencia de los que llaman al arrepentimiento en el Antiguo Testamento, Juan es sustituido por alguien que puede causar eficazmente el perdón de los pecados que anhela el arrepentimiento.

Solo Dios puede perdonar pecados

Un ejemplo concreto es el perdón y la curación del paralítico. Los amigos de un hombre paralítico lo llevan a Cristo para que lo sane, pero en lugar de sanarlo físicamente, Cristo primero declara que sus pecados han sido personados. Y es solo cuando se enfrenta a sus oponentes que le preguntan de dónde obtiene su autoridad para perdonar los pecados que Cristo cura la parálisis del hombre como prueba de su autoridad espiritual. Sin embargo, los escribas y los fariseos se resisten a esto: “¿Quién eres tú para decir que los pecados de este hombre están perdonados? Porque solo Dios puede perdonar los pecados”, eso piensan entre sí. Una declaración correcta, pero que ignora lo esencial.

Aunque tienen razón al afirmar que solo Dios puede perdonar los pecados, están equivocados al pensar que Jesús es un simple hombre y, por lo tanto, ha blasfemado por asumir algo que solo Dios puede hacer. Porque Jesucristo no es un mero hombre, sino Dios encarnado. En otras palabras, Jesús obra la sanidad física para probar el poder espiritual; sí, él tiene la autoridad divina para perdonar los pecados, y simplemente hizo que el hombre caminara para probarlo.

Jesús tiene la autoridad de perdonar

Por eso también puede anunciar la salvación al buen ladrón en la cruz junto a él. Y por eso también Jesús puede impregnar el sacramento de la confesión con la gracia del perdón de los pecados. Porque a diferencia de la sangre de los animales, la suya es la sangre de una persona divina hecha hombre y por lo tanto es infinitamente extraordinaria. Como predica san Pablo en Hechos 13, 38-39: “Por lo tanto, hermanos, sea conocido de ustedes que por medio de él se les anuncia el perdón de pecados. Y de todo lo que por la ley de Moisés no pudieron ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree”. Lo que el Antiguo Testamento no pudo lograr, la salvación, es producido por Jesucristo.

Jesús da la autoridad de perdonar a los apóstoles

En Juan 20, 19-23, leemos el siguiente encuentro de los apóstoles con el Señor resucitado: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, y estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos se reunían por miedo a los judíos, Jesús entró, se puso en medio de ellos y les dijo: ‘¡Paz a ustedes!’”. Habiendo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se regocijaron cuando vieron al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: “¡Paz a ustedes! Como me ha enviado el Padre, así también yo los envío a ustedes”. Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que remitan los pecados, les han sido remitidos; y a quienes se los retengan, les han sido retenidos”.  Así como Dios había soplado en el hombre en la creación en el libro de Génesis, Dios sopla una vez más en el hombre aquí en el cenáculo. Pero donde ese primer aliento de Dios trajo vida física al hombre, este nuevo aliento de Dios le da vida espiritual.

Como escribe Cornelius Lapide en su comentario de las Escrituras, hablando de este soplo sobre los apóstoles: “Como si [Jesús] dijera: Primero le di a Adán su vida natural al soplar sobre él, así al soplar sobre ustedes, les doy ese Espíritu Santo que les concede vida sobrenatural y divina. Yo, que primero creé a los hombres, ahora soy su recreador y restaurador”. Y ahora los apóstoles, al recibir la autoridad de perdonar los pecados, pueden llevar este don tan hermoso en forma de confesión a todo el mundo para que encontremos la misericordia de Dios en nuestras propias vidas hoy.

*Daniel Campbell es el director de la División Laical del seminario St. John Vianney en Denver.
**Este artículo fue traducido del original en inglés por
El Pueblo Católico.

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